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lunes, 27 de julio de 2009
martes, 14 de abril de 2009
Tercer Cuento: Herodías
HERODÍAS
GUSTAVE FLAUBERT
I
Al este del Mar Muerto, en una colina cónica de basalto se alzaba la ciudadela de Machaerus. Cuatro profundos valles la rodeaban: dos a los lados, otro enfrente y el cuarto, más allá. En su base se amontonaban unas viviendas cercadas por una muralla que serpenteaba siguiendo las desigualdades del terreno; un abrupto camino tallado en la roca unía la población a la fortaleza, cuyos muros almenados de ciento veinte codos de altura, quebrados por numerosos ángulos, lucían aquí y allá potentes torres, cual florones que remataran aquella corona de piedra suspendida sobre el abismo.
En el interior del recinto había un palacio porticado cubierto por una terraza con una balaustrada de sicomoro, en la que destacaban unos mástiles para tender el velarium.
Cierta mañana, al despuntar el día, El tetrarca Herodes Antipas fue a reclinarse en dicha balaustrada y miró a su alrededor.
A sus pies, las montañas empezaban a descubrir sus crestas, en tanto su mole hasta el fondo del abismo permanecía en la oscuridad. La neblina al desgarrarse dejó ver los contornos del Mar Muerto y al levantarse, el día puso detrás de Machaerus los tintes rojizos de la aurora, que alcanzaron al poco la arena de la playa, las colinas, el desierto y a lo lejos los montes de Judea que inclinaban su superficie áspera y gris. Engaddi, en el centro, trazaba una raya negra; Hebrón, en el fondo, semejaba una cúpula; Esquol lucía sus granados; Sorek, sus viñedos; Karmel, sus campos de sésamo y la torre Antonia, cual monstruoso cubo, dominaba Jerusalén. El tetrarca desvió de allí la mirada para contemplar a su derecha las palmeras de Jericó, pensando también en las demás ciudades de su Galilea: Cafarnaum, Endor, Nazaret, Tiberíades, donde quizá no volviera jamás.
El Jordán atravesaba la árida llanura tan blanca que cegaba como una extensión de nieve. El lago en aquel momento parecía de lapislázuli y en su extremo meridional, del lado del Yemen, Antipas divisó lo que temía descubrir. Allí estaban efectivamente unas tiendas oscuras; hombres armados de lanzas circulaban entre los caballos y los últimos rescoldos brillaban cual centellas a ras de tierra.
Eran las tropas del rey de los árabes, cuya hija había repudiado para tomar a Herodías, esposa de uno de sus hermanos que vivía en Italia sin pretensiones al poder.
Antipas esperaba el auxilio de los romanos y como Vitelio, gobernador de Siria, tardara en aparecer, se consumía de inquietud. ¿Acaso Agripa le habría perjudicado ante el emperador? Filipo, su tercer hermano, soberano de Betania, se armaba clandestinamente; los judíos estaban asqueados de sus costumbres idólatras y los demás, de su dominación. De manera que Antipas vacilaba entre dos proyectos: amansar a los árabes o firmar una alianza con los partos. Y con el pretexto de celebrar su aniversario había invitado a un magno festín para aquel mismo día a los jefes de sus tropas, a los regidores de sus campos y a los notables de Galilea.
Escrutó con mirada aguda todos los caminos: no se veía a nadie. Unas águilas volaban sobre su cabeza; los soldados a lo largo de las murallas dormitaban apoyados en los muros; nada se movía en el castillo.
De pronto, una voz lejana, cual si saliera de las profundidades de la tierra, hizo palidecer al tetrarca. Se inclinó para escucharla; había cesado. Al poco volvió a oírse; entonces, dando palmadas, gritó:
-¡Mannaei! ¡Mannaei!
Acudió un hombre, desnudo el cuerpo hasta la cintura como los masajistas de los baños.
Era altísimo, viejo, enjuto de carnes; llevaba sobre el muslo un cuchillo metido en una vaina de bronce. Su cabello, que un peine mantenía en alto, exageraba las dimensiones de su frente. Cierta somnolencia amortiguaba la luz de sus ojos, pero brillaban sus dientes y sus pies se posaban con ligereza en las losas. Su cuerpo tenía la flexibilidad del mono y su rostro, la impasibilidad de las momias.
-¿Dónde está? -preguntó el tetrarca.
Mannaei respondió señalando con el pulgar hacia sus espaldas:
-¡Allí, siempre allí!
-¡Me había parecido oírle!
Y Antipas, tras un profundo suspiro, se informó de Iaokanann, aquel a quien los latinos llaman San Juan Bautista.
¿Habían vuelto aquellos dos hombres admitidos por indulgencia el pasado mes en su calabozo? o, desde entonces, ¿se había podido averiguar a qué habían ido allí?
Mannaei contestó:
-Cambiaron con él palabras misteriosas como hacen los ladrones por la noche en las
encrucijadas de los caminos. Después marcharon hacia la Galilea Alta anunciando que eran portadores de una gran noticia.
Antipas inclinó la cabeza y dijo con aire de espanto:
-¡Vigíale! ¡Vigílale! ¡No dejes entrar a nadie allí! Cierra bien la puerta; cubre el foso.
¡Nadie debe sospechar siquiera que está con vida!
Mannaei ya cumplía estas órdenes antes de recibirlas; porque Iaokanann era judío y él odiaba a los judíos, como buen samaritano.
Su templo de Garizin, que Moisés eligiera para centro de Israel, no existía desde el rey Hyrcan; y el de Jerusalén le enfurecía como un ultraje y una injuria constantes. Mannaei se introdujo en él para profanar el ara con huesos de muerto. Sus compañeros, menos rápidos, fueron decapitados.
Lo veía ahora entre dos colinas. El sol hacía brillar sus muros de mármol blanco y las láminas de oro de su techumbre. Aparecía como una montaña luminosa, como algo sobrehumano, que lo aplastara todo con su opulencia y su orgullo.
Entonces extendió el brazo hacia Sión y con el cuerpo rígido, el rostro en alto, cerrados los puños, le lanzó un anatema en la creencia de que las palabras tenían un poder efectivo.
Antipas le escuchó sin escandalizarse.
El samaritano añadió:
-A veces se agita, quisiera huir, espera su liberación; otras, tiene el aspecto tranquilo de un animal enfermo; o bien le veo andar en las tinieblas repitiendo: "¿Qué importa? ¡Para que Él crezca, yo debo disminuir!" Antipas y Mannaei se miraron. Pero el tetrarca estaba cansado de reflexionar. Aquellas montañas que le rodeaban como peldaños de enormes olas petrificadas, las
negras ruinas al pie de los acantilados, la inmensidad del cielo azul, la violenta luz del día, la profundidad de los abismos, le inquietaban; y se adueñaba de él una impresión desoladora ante el espectáculo del desierto que, tras los trastornos geológicos, semejaba anfiteatros y palacios derruidos. El cálido viento traía, con el olor a azufre, algo así como una exhalación de las ciudades malditas enterradas bajo las densas aguas. Aquellas señales de una cólera inmortal le aterraban y permanecía inmóvil, fija la mirada, con los codos sobre la balaustrada y el rostro en las manos.
Alguien le había tocado; se volvió. Herodías estaba junto a él.
Una ligera toga de púrpura la envolvía hasta las sandalias. Había salido precipitadamente de su habitación y no llevaba collares ni pendientes; la trenza de sus negros cabellos le caía sobre el brazo y su extremo iba a esconderse entre sus senos.
Palpitábanle las aletas de la nariz excesivamente levantadas; el júbilo del triunfo iluminaba su rostro y con voz potente, sacudiendo al tetrarca exclamó: -¡César nos ama! ¡Agripa está preso!
-¿Quién te lo ha dicho?
-¡Lo sé!
Y añadió:
-¡Es porque deseó el imperio para Cayo!
A pesar de vivir de sus liberalidades, había intrigado para alcanzar el título de rey que ellos también ambicionaban. Pero en lo sucesivo no debían temer: "Los calabozos de Tiberio se abren con mucha dificultad y no siempre la existencia es segura en ellos". Antipas la comprendió; y aunque fuera hermana de Agripa, su atroz intención le pareció justificada. Aquellos asesinatos eran una consecuencia del estado de cosas, una fatalidad de las familias reales. En la de Herodes eran innumerables.
Luego detalló su actuación: los clientes comprados, las cartas descubiertas, los espías en todas las puertas y cómo había llegado a seducir a Eutiques, el delator. -¡No! ¡Nada me costaba! ¿No he hecho por ti mucho más? ¡Abandoné a mi hija! Efectivamente, cuando se divorció dejó en Roma a aquella niña, confiando en que tendría otros hijos con el tetrarca. Nunca hablaba de ella; y Antipas se preguntó a qué venía aquel acceso de ternura.
Los esclavos habían desplegado el velarium, colocando rápidamente grandes cojines junto a ellos.
Herodías se dejó caer en uno, llorando vuelta de espaldas. Luego, pasándose las manos por los ojos, dijo que no quería acordarse más, que se sentía muy feliz; y empezó a recordarle sus conversaciones allí, en el atrio, sus encuentros en las termas, sus paseos a lo largo de la Vía Sacra y las noches pasadas en las soberbias villas bajo los arcos floridos, entre el murmullo de los surtidores, ante la campiña romana. Lo miraba como entonces, reclinándose en su pecho, con gestos mimosos. Él la rechazó. ¡El amor que trataba de hacer revivir estaba tan lejos ya! Todas sus desdichas nacieron con él; pronto haría doce años que duraba la guerra; aquella guerra que había envejecido al tetrarca. Sus hombros se encorvaban bajo la oscura toga de bordes violáceos; sus blancos cabellos se mezclaban con su barba, y el sol, al atravesar la vela, bañaba de luz su frente melancólica. También cruzaban la de Herodías algunas arrugas; y el uno ante el otro, se miraron despiadadamente.
Empezaron a poblarse los caminos de las montañas; había pastores con sus bueyes, niños que arrastraban asnos y palafreneros que conducían caballos. Los que venían de las alturas, más allá de Machaerus, desaparecían detrás de la fortaleza; otros subían por el barranco de enfrente y llegados a la ciudad descargaban sus equipajes en los patios. Eran los proveedores del tetrarca y la servidumbre que precedía a los invitados.
En el fondo de la terraza, a la izquierda, apareció un esenio, vestido de blanco, con los pies descalzos y porte estoico. Mannaei, del lado derecho, se abalanzó esgrimiendo un cuchillo.
Herodías gritó:
-¡Mátalo!
-¡Deténte! -ordenó el tetrarca.
El servidor quedó inmóvil; también el esenio. Ambos se retiraron, cada uno por distinta escalera, andando de espaldas sin dejar de mirarse.
-Lo conozco -dijo Herodías-, se llama Fanuel y trata de ver a Iaokanann, puesto que en tu ceguera lo conservas vivo.
Antipas objetó que un día podía serle útil. Con sus invectivas contra Jerusalén les granjeaba el respeto de los judíos.
-¡No! -replicó ella-. Los judíos aceptan todos los señores, pero son incapaces de constituir una patria.
En cuanto a aquel que perturbaba al pueblo con esperanzas mantenidas desde
Nehemías, la mejor política consistía en suprimirlo.
No obstante, según el tetrarca, nada urgía. -¿Iaokanann peligroso?... ¡Vamos, mujer! -Y
prorrumpió en una risa afectada.
-¡Cállate! -gritó Herodías. Y recordó su humillación cierto día que iba a Galaad para la cosecha del bálsamo-. Había algunos en la orilla del río que se estaban vistiendo; en un montículo, allí mismo, hablaba un hombre. Cubría sus riñones una piel de camello, su cabeza parecía la de un león. En cuanto me vio, vomitó sobre mí todas las maldiciones de los profetas. Sus pupilas lanzaban chispas; su voz era un rugido, levantaba los brazos cual si quisiera fulminarme. ¡Imposible huir!
Las ruedas de mi carro se hundían en la arena hasta el eje; y me alejé lentamente, cubriéndome con el manto, yerta bajo las injurias que caían de su boca como una lluvia tempestuosa.
Iaokanann no la dejaba vivir. Cuando lo prendieron y lo ataron con fuertes ligaduras, los soldados tenían orden de apuñalarlo si se resistía; pero no opuso ninguna resistencia.
Luego mandó colocar serpientes en su calabozo; pero murieron.
La inutilidad de sus maquinaciones había exasperado a Herodías. Por otra parte, ¿a qué venía su guerra contra ella? ¿Qué interés le movía? Sus palabras dichas a la multitud se habían propagado, circulaban por doquier; las oía en todas partes, llenaban el aire. Contra legiones habría mostrado su valentía; pero aquella fuerza escurridiza, más perniciosa que los puñales, era pasmosa. Y Herodías recorría la terraza, pálida de ira, sin palabras para expresar lo que la ahogaba. Además temía que el tetrarca, cediendo a la opinión pública, quizá resolviera repudiarla. Entonces todo estaría perdido. Desde su infancia había alimentado el sueño de poseer un gran imperio.
Para alcanzarlo, abandonó a su primer esposo y se unió a éste que quizá la defraudara ahora, seguía pensando.
-¡Valiente apoyo me aseguré al entrar en tu familia! -exclamó.
-La mía vale tanto como la tuya -dijo simplemente el tetrarca.
Herodías sintió hervir en sus venas la sangre de los sumos sacerdotes y de los reyes antepasados suyos. -¡Pero si tu abuelo barría el templo de Ascalón y los demás eran pastores, bandidos, guías de caravanas, una horda tributaria de Judá desde los tiempos del rey David! Mis antepasados siempre vencieron a los tuyos. El primero de los makkabi os arrojó de Hebrón; Hyrcan os obligó a circuncidaros...
Y exhalando el desprecio de la patricia por el plebeyo, el odio de Jacob contra Edón, le reprochó su indiferencia ante los ultrajes, su debilidad con los fariseos que lo traicionaban, su cobardía para con el pueblo que lo detestaba.
-Eres como él, ¡confiésalo! Aún piensas en aquella muchacha árabe que danza en derredor de las piedras.¡Tómala otra vez! ¡Vete a vivir con ella, en su tienda! ¡Nútrete con su pan cocido entre cenizas! ¡Aliméntate con la leche cuajada de sus ovejas! ¡Besa sus azuladas mejillas... y olvídame!
El tetrarca ya no escuchaba. Su mirada se dirigía a la azotea de una casa donde había una joven; una anciana sostenía un parasol con mango de bambú, largo como la caña de un pescador. En el centro del tapiz había una gran cesta de viaje abierta, de la que desbordaban una amalgama de cinturones, velos y objetos de orfebrería. La joven se inclinaba de vez en cuando hacia aquellas cosas y las agitaba en el aire. Iba vestida como las romanas. Túnica profusamente bordada y peplo* con bellotas de esmeraldas; unas correhuelas azules recogían su cabellera excesivamente pesada, sin duda, porque de vez en cuando la sostenía con la mano. La sombra del parasol extendiéndose sobre su cuerpo lo escondía a medias. Antipas vislumbró dos o tres veces su esbelto cuello, el ángulo de los ojos, el extremo de su diminuta boca. En cambio veía el talle, de las caderas a la nuca, cuando se inclinaba para volverse a erguir con soltura. El tetrarca estaba pendiente de la repetición de este movimiento y su respiración se hacía más fuerte mientras en sus ojos se encendían llamas de deseo. Herodías lo observaba.
Antipas preguntó:
-¿Quién es?
Ella contestó que no lo sabía y se fue, súbitamente calmada.
Bajo los pórticos, unos galileos aguardaban al tetrarca; el maestro de las escrituras, el jefe de los pastos, el administrador de las salinas y un judío de Babilonia. Vestidura amplia y sin mangas, desde los hombros a la cintura, usada por las mujeres griegas y romanas.
Todos lo saludaron aclamándolo; luego Antipas se dirigió a las habitaciones interiores.
Fanuel surgió en el ángulo de un corredor.
-¡Ah! ¿Otra vez tú? Sin duda vienes a ver a Iaokanann...
-¡Y a ti! Vengo a comunicarte algo muy importante. Y con Antipas penetró detrás de él en una habitación oscura.
Recibía la luz por una celosía que se extendía a lo largo de la cornisa. Los muros estaban pintados de color granate oscuro, casi negro. En el fondo se extendía un lecho de ébano y pieles de toro. Una coraza de oro en la cabecera, brillaba como el sol.
Antipas atravesó toda la sala y se reclinó en el lecho.
Fanuel permaneció de pie; levantó un brazo y dijo en actitud inspirada:
-El Altísimo envía de vez en cuando uno de sus hijos. Iaokanann es uno de ellos. Si lo oprimes, serás castigado.
-Él es quien me persigue -exclamó Antipas-. Quiso de mí un acto de imposible realización. ¡A pesar de que al principio no fui duro con él! Incluso ha mandado desde Machaerus a unos hombres que perturban mis provincias. ¡Ay de él! Puesto que me ataca, me defenderé.
-En realidad sus cóleras son excesivamente violentas -replicó Fanuel-, pero no importa.
Es preciso libertarlo.
-¡No se sueltan los animales feroces! -dijo el tetrarca. El esenio respondió:
-No te inquietes. Se irá entre los árabes, los galos y los escitas. Su obra debe extenderse hasta los confines de la Tierra.
Antipas parecía absorto en una contemplación: -¡Grande es su poder!... A pesar mío, lo quiero.
-Entonces, ¿lo dejarás en libertad?
El tetrarca movió la cabeza. Temía a Herodías, a Mannaei y al desconocido.
Fanuel trató de persuadirlo, alegando la sumisión de los esenios a los reyes, como garantía de sus proyectos. Aquellos hombres pobres, irreductibles a pesar de los suplicios, vestidos de lino, que leían el porvenir en los astros, eran muy considerados.
Antipas recordó una frase que Fanuel le dijera hacía poco.
-¿Cuál es esta cosa importante que me anunciabas? Apareció un negro jadeante, con el cuerpo cubierto de polvo, sólo pudo decir:
-¡Vitelio!
-¿Qué? ¿Viene?
-Lo he visto. Antes de tres horas estará aquí.
Los tapices de los corredores se movieron cual si un viento los agitara. Un rumor llenó el castillo: alboroto de gente que corría, de muebles removidos, de vajillas de plata que se desplomaban. En lo alto de los torreones sonaron los cuernos llamando a los esclavos dispersos.
II
Cuando Vitelio entró en el patio, las murallas estaban cubiertas de gente. Apoyábase en el brazo de su intérprete y lo seguía una gran litera purpúrea adornada con penachos y espejos.
Vestía la toga, el laticlave y los borceguíes de cónsul; los lictores lo acompañaban.
Colocaron ante la puerta las doce fasces, compuestos de varillas sujetas por una correa con un hacha en medio. Y todos temblaron ante la majestad del pueblo romano.
La litera que ocho hombres llevaban se detuvo. Se apeó un adolescente de grueso abdomen, con el rostro lleno de granos y perlas en todos los dedos. Le ofrecieron una copa de vino y aromas. La apuró y pidió otra.
El tetrarca se había postrado a los pies del procónsul, afligido, decía, por no haber conocido con antelación el favor de su visita; porque entonces hubiera dispuesto en los caminos cuanto merecían los Vitelio, descendientes de la diosa Vitelia. La vía que unía el Janículo con el mar ostentaba aún su nombre. Los cuestores y los cónsules eran innumerables en su familia; en cuanto a Lucio, su huésped en aquel momento, debía agradecerle que fuera el vencedor de los clitos y el padre de Aulio, quien parecía regresar a sus dominios, puesto que el Oriente es la patria de los dioses. Estas hipérboles fueron expresadas en latín por el intérprete; Vitelio las aceptó impasible y contestó que el gran Herodes bastaba a la gloria de una nación. Los atenienses le habían confiado la superintendencia de los Juegos Olímpicos. Había erigido templos en honor de Augusto; era paciente, ingenioso, temible y siempre fiel a los Césares.
Entre las columnas rematadas por capiteles broncíneos, apareció Herodías, avanzando con porte majestuoso entre las mujeres y los eunucos de su séquito, que llevaban en bandejas de plata sobredorada perfumes encendidos.
El procónsul dio tres pasos hacia ella y la saludó con una inclinación de cabeza.
-¡Qué alegría -exclamó Herodías- pensar que Agripa, el enemigo de Tiberio, está ya en la imposibilidad de perjudicar!
Vitelio ignoraba este acontecimiento; por tanto, la juzgó peligrosa; y al asegurarle Antipas que él lo haría todo por el emperador, Vitelio preguntó:
-¿Incluso a expensas de otros?
Había obtenido rehenes del rey de los partos y el emperador lo había olvidado; porque Antipas, que asistió a la conferencia, para darse importancia había divulgado enseguida la noticia. De ahí, aquel odio profundo y retraso en proporcionarle auxilio.
El tetrarca balbuceó; pero Aulio le dijo riendo: -¡Cálmate, yo te protejo!
El procónsul hizo como si no oyera. La fortuna del padre dependía del embrutecimiento del hijo; y aquella flor de los cenagales de Caprea le proporcionaba tan pingües beneficios, que la rodeaba de infinitas atenciones aunque desconfiara de ella por venenosa.
Se oyó un tumulto en la puerta producido por una recua de mulas blancas montadas por personalidades: eran los sacerdotes, saduceos y fariseos, que idéntica ambición llevaba a Machaerus; los primeros querían obtener la sacrificatoria y los otros conservarla. Sus rostros eran sombríos, especialmente el de los fariseos, enemigos de Roma y del tetrarca. Los faldones de sus túnicas les estorbaban entre el gentío y la tiara se tambaleaba en sus frentes por encima de las franjas de pergamino en las que llevaban escritos fragmentos de las Sagradas Escrituras.
Casi al mismo tiempo llegaron los soldados de vanguardia. Llevaban las corazas dentro de sacos para protegerlas del polvo; les seguía Marcelo, lugarteniente del procónsul, y los publicanos, que llevaban bajo el brazo sendas tablillas de madera.
Antipas presentó a los principales de la corte. Tolmai, Kantera, Sehón, Ammonio de Alejandría, que le compraba asfalto, Naamann, capitán de sus vélites, Iacim, el babilonio.
Vitelio se había fijado en Mannaei.
-Y aquél, ¿quién es?
El tetrarca dio a entender con un gesto que era el verdugo.
Luego presentó a los saduceos.
Jonatás, bajo de estatura, de abierto proceder y que hablaba griego, suplicó al señor que los honrara con una visita a Jerusalén. Vitelio dijo que seguramente iría.
Eleazar, de nariz aguileña y luenga barba, reclamó para los fariseos el manto del gran sacerdote, retenido en la torre Antonia por la autoridad civil.
A continuación, los galileos denunciaron a Poncio Pilatos. Con el pretexto de un loco que buscaba los vasos de oro de David en una caverna cerca de Samaria, había ordenado la ejecución de varios de sus habitantes. Todos hablaban a la vez, Mannaei con mayor violencia que los demás. Vitelio aseguró que los criminales serían castigados.
En esto estalló un inmenso griterío ante el pórtico donde los soldados habían suspendido las corazas. Las gualdrapas se habían desatado y se veían en los umbo1 las efigies de César. Para los judíos aquello era una idolatría. Antipas les dirigió una arenga en tanto Vitelio, sentado en alto sitial entre la columnata, se extrañaba de su furor. Tiberio había tenido razón al desterrar cuatrocientos de ellos a Cerdeña. Pero en su patria eran fuertes y ordenó que retiraran las corazas.
Entonces rodearon al procónsul implorándole privilegios, beneficios y la reparación de las injusticias. Desgarraban sus vestiduras, se estrujaban y, para dejar paso, los esclavos repartían bastonazos a diestra y siniestra. Los más próximos a la puerta bajaron hacia el camino, otros subían por allí y volvieron atrás. Dos corrientes se cruzaban en aquella masa oscilante de hombres comprimidos dentro del recinto de las murallas.
Vitelio preguntó la causa de aquel gentío. Antipas se lo dijo: era el festín de su aniversario. Y señaló a varios de sus servidores que inclinados en las troneras elevaban inmensas cestas de carne, frutas y legumbres, antílopes y cigüeñas, inmensos pescados color de mar, uvas, sandías y pirámides de granadas.
Aulio no pudo contenerse. Se precipitó hacia las cocinas llevado por aquella glotonería que debía sorprender al universo.
Al pasar cerca de una bodega vio unas marmitas que parecían corazas. Vitelio también fue a verlas. Luego exigió que le abrieran las habitaciones subterráneas de la fortaleza.
Estaban construidas en la roca por medio de altas bóvedas sostenidas de trecho en trecho por pilares. La primera contenía armaduras viejas, pero la segunda rebosaba de lanzas cuyas puntas emergían de rodeletes de pluma. La tercera dijérase tapizada con esteras de caña, tan perpendicularmente colocadas estaban las finísimas flechas, unas al lado de otras. Las paredes de la cuarta estaban cubiertas por hojas de cimitarra. En medio de la quinta había cascos, formando hileras, cuyas crestas semejaban un batallón de serpientes rojas. En la sexta sólo había aljabas; en la séptima cnemidas;2 en la octava brazaletes; y en las siguientes horcas, garfios, escaleras, cuerdas e incluso mástiles para las catapultas y cascabeles para los petrales de los dromedarios. Y como la montaña iba agrandándose hacia su base y estaba ahuecada en el interior cual colmena, debajo de aquellas habitaciones había un mayor número todavía y aun más profundas.
Vitelio, Fineas, su intérprete, y Sisenna el jefe de los publicanos, las recorrieron a la luz de las antorchas que llevaban tres eunucos.
Entre sombras podían distinguirse instrumentos horrorosos inventados por los bárbaros: mazas guarnecidas de clavos, dardos envenenados, tenazas cual mandíbulas de cocodrilo; en fin, el tetrarca poseía en Machaerus municiones de guerra para cuarenta mil hombres. Las había reunido en previsión de una alianza de sus enemigos; sin embargo, el procónsul podía creer o decir que eran para combatir a los romanos, y buscaba explicaciones: aquellas armas no eran suyas. Muchas servían para defenderse de los bandidos; además precisaba de ellas para luchar con los árabes; o bien todo aquello perteneciera a su padre. Y en vez de ir detrás del procónsul, le precedía con paso rápido. De pronto, se arrimó a la pared cubriéndola con la toga y los brazos abiertos; pero la parte alta de una puerta sobrepasaba su cabeza. Vitelio la vio y quiso saber lo que encerraba.
Sólo el babilonio podía abrirla.
-¡Llámalo pues!
Y aguardaron a que llegase.
Su padre había ido a ofrecerse al gran Herodes desde las orillas del Éufrates con quinientos jinetes para defender las fronteras orientales. Después de la división del reino, Iacim se quedó con Filipo y desde entonces estaba al servicio de Antipas.
Se presentó con un arco en el hombro y un látigo en la mano. Cordones multicolores apretaban fuertemente sus piernas enarcadas. Sus recios brazos emergían de una túnica sin mangas y un gorro de piel le sombreaba el rostro, cuya barba se rizaba en bucles.
Por un momento pareció no comprender al intérprete; pero Vitelio lanzó una mirada a Antipas, el cual repitió enseguida la orden. Iacim aplicó sus dos manos sobre la puerta, que se deslizó en la pared.
Una bocanada de aire caliente vino de las tinieblas. Un pasadizo bajaba formando círculo; lo recorrieron y llegaron al umbral de una gruta más vasta que los otros sótanos.
Una arcada abierta en el fondo daba sobre el precipicio que, de aquel lado, defendía la ciudadela. Una madreselva trepaba hasta la bóveda dejando caer sus flores a plena luz. A ras de suelo un hilo de agua murmuraba.
Estaban encerrados allí aproximadamente un centenar de caballos blancos que comían cebada en una tabla colocada a nivel de sus bocas. Todos lucían las crines pintadas de azul, tenían los cascos aprisionados en mitones de esparto y los pelos de entre las orejas, adornados y encrespados sobre el frontal, cual si de pelucas se tratara. Con sus larguísimas colas se sacudían perezosamente los corvejones. El procónsul quedó pasmado de admiración.
Eran unos animales maravillosos, flexibles como serpientes, ligeros como aves. Se arrancaban veloces como las flechas de su jinete y derribaban al enemigo mordiéndole en el vientre; las rocas no eran obstáculo para ellos; saltaban los precipicios y mantenían durante un día entero su frenético galope por las llanuras; una sola palabra bastaba para detenerlos. En cuanto entró Iacim fueron a él como ovejas a su pastor y estirando el cuello lo miraban inquietos con sus ojos infantiles. Según tenía por costumbre, Iacim emitió un sonido ronco que provocó su alegría; y se encabritaron, deseosos de espacio para corretear. Antipas, temeroso de que Vitelio se apoderase de ellos, los había mandado encerrar en aquel lugar destinado a los animales en caso de sitio.
-La cuadra es mala -dijo el procónsul-, te expones a perderlos. ¡Sisenna, haz el inventario!
El publicano sacó una tablilla de su cintura, contó los caballos y los inscribió.
Los agentes de las compañías fiscales corrompían a los gobernadores a fin de saquear las provincias. Este husmeaba por todas partes con su mandíbula de hurón, y sus ojillos que parpadeaban continuamente. Por fin regresaron al patio.
Unas trampas de bronce esparcidas en el pavimento cubrían las cisternas. Sisenna descubrió una, mayor que las otras, que bajo sus tacones no tenía igual sonido que las anteriores. Las percutió todas alternativamente y vociferó, dándole con el pie:
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Ahí está el tesoro de Herodes!
La búsqueda de tesoros era la pasión de los romanos.
El tetrarca juró que no existía tal.
-Entonces, ¿qué había allí debajo?
-Nada! Un hombre, un prisionero.
-¡Muéstranoslo! -dijo Vitelio.
El tetrarca no obedeció. Los judíos habrían conocido su secreto. Su reparo a abrir la trampa impacientó a Vitelio.
-¡Hundidla! -ordenó a los lictores.
Mannaei había adivinado lo que les preocupaba; y al ver un hacha creyó que iban a decapitar a Iaokanann. Detuvo al lictor al primer hachazo que dio en la plancha, introdujo entre ésta y el pavimento una especie de garfio, y tensando sus largos y enjutos brazos la levantó suavemente. Cayó la tapa y todos admiraron la fuerza de aquel anciano. Bajo la cubierta forrada de madera, había una trampa de iguales dimensiones. De un puñetazo la hizo plegar en dos, quedando al descubierto un agujero, una enorme fosa contorneada por una escalera sin barandilla; y los que se inclinaron en el borde descubrieron en el fondo algo vago y horrible.
Un ser humano cuya larga cabellera se confundía con las pieles que cubrían su cuerpo, yacía en el suelo. Se puso de pie. Su frente tocaba una reja sellada colocada horizontalmente. De vez en cuando desaparecía en las profundidades de su antro. El sol hacía brillar el remate de las tiaras y el pomo de las espadas y calentaba fuertemente las losas del pavimento. Unas palomas, dejando los frisos, revoloteaban por encima del patio: era la hora en que normalmente Mannaei les daba de comer. Éste permanecía en cuclillas ante el tetrarca, que estaba a su vez al lado de Vitelio. Los galileos, los sacerdotes y los soldados formaban un círculo a sus espaldas. Todos permanecían silenciosos en espera de lo que iba a suceder.
Hubo en primer lugar, un gran suspiro lanzado con voz cavernosa. Herodías lo oyó desde el otro extremo del edificio. Vencida por una especie de fascinación, atravesó la muchedumbre y con una mano en el hombro de Mannaei y el cuerpo inclinado, escuchó.
La voz se elevó:
-¡Ay de vosotros, fariseos y saduceos, raza de víboras, odres hinchados, címbalos sonoros!
Todos habían reconocido a Iaokanann. Su nombre circuló de boca en boca. Se acercó más gente.
-¡Ay de ti, oh pueblo, y de los traidores de Judá, de los borrachos de Efraim, de los que habitan los fértiles valles, que los vapores del vino hacen vacilar! ¡Que se desvanezcan como agua que corre, como limaza bajo el pie, como aborto de mujer que no llega a ver la luz! Tendrás que refugiarte, Moab, entre cipreses, como los pajarillos; en las cavernas, como los ratones. Las puertas de las fortalezas se romperán más fácilmente que cáscaras de nuez, se derrumbarán las murallas, las ciudades arderán y el azote del Eterno no se detendrá.
Revolverá vuestros miembros en vuestra sangre cual lana en cuba de tintorero. Os desgarrará cual rastrillo nuevo y esparcirá por los montes los pedazos de vuestra carne.
¿De qué conquistador hablaba? ¿De Vitelio? Sólo los romanos podían ocasionar tal exterminio. Oyéronse lamentos:
-¡Basta! ¡Basta ya! ¡Que se calle!
Pero él prosiguió elevando más la voz:
-Los niños se arrastrarán sobre cenizas junto al cadáver de sus madres... Iréis de noche a buscar el pan entre los escombros, bajo el peligro de las espadas. Los chacales se disputarán los huesos en las plazas públicas, donde los ancianos suelen ahora platicar. Tus vírgenes, tragándose el llanto, pulsarán la cítara en los festines del extranjero y tus más valientes hijos doblarán la espalda desollada por excesivos pesos. El pueblo recordaba los días de su destierro, las catástrofes todas de su historia. Eran las palabras de los antiguos profetas que Iaokanann les arrojaba, cual terribles golpes, una tras otra.
La voz, empero, tomóse suave, armoniosa, musical. Anunciaba una liberación, resplandores en el cielo, el recién nacido metiendo un brazo en la caverna del dragón, el oro sustituyendo a la arcilla, el desierto floreciente como una rosa.
-Lo que actualmente vale sesenta kícares, no costará un óbolo. De las rocas brotarán fuentes de leche y en los lagares se dormirá con el estómago ahíto. ¿Cuándo llegarás, Tú, a quien espero? Ya los pueblos todos se prosternan y tu dominación será eterna, ¡Hijo de David!
El tetrarca se echó atrás, porque la existencia de un Hijo de David lo ultrajaba como una amenaza.
Iaokanann lo increpó por su realeza, diciéndole: "¡No hay más rey que el Eterno!" Y también lo increpó por sus jardines, por sus estatuas, por sus muebles de marfil como el impío Acab.
Antipas rompió la cuerdecilla del sello que llevaba colgado en el pecho y lo tiró al foso, ordenando al preso que se callara.
-¡Gritaré como un oso, como un asno salvaje, como una mujer en los dolores del parto!
El castigo lo tienes en tu mismo incesto. ¡Dios te aflige con la esterilidad del mulo!
Se oyeron risas, parecidas al chapoteo de las olas.
Vitelio se obstinaba en permanecer allí. El intérprete repetía con tono impasible en la lengua de los romanos las injurias que Iaokanann rugía en la suya. El tetrarca y Herodías se veían forzados a oírlas por duplicado. El primero jadeaba, en tanto ella contemplaba embebida el fondo del pozo.
Aquel hombre terrible levantó la cabeza y empuñando los barrotes pegó a ellos su rostro, que parecía un zarzal en el que brillaran dos ascuas, y exclamó:
-¡Ah! ¡Eres tú, Jezabel! Te adueñaste de su corazón con el crujir de tu calzado.
Relinchabas cual yegua en celo. Has preparado tu lecho en los montes para cumplir tus sacrificios. El Señor arrancará tus pendientes, tus vestidos de púrpura, tus velos de lino, los aros de tus brazos, los anillos de tus pies y las medias lunas de oro que tiemblan en tu frente; tus espejos de plata, tus abanicos de plumas de avestruz, los chapines de nácar que elevan tu estatura, el orgullo de tus diamantes, los perfumes de tus cabellos, la pintura de tus uñas, todos los artificios de tu molicie. ¡Y faltarán piedras para lapidar a la adúltera! Herodías buscó una defensa en torno suyo con la mirada. Los fariseos bajaron los ojos hipócritamente. Los saduceos volvieron la cabeza, temiendo ofender al procónsul. Antipas parecía agonizar.
La voz crecía, se desarrollaba, rodaba con desgarro de trueno y el eco de las montañas al repetirla lanzaba sobre Machaerus multiplicadas chispas.
-¡Tiéndete en el polvo, hija de Babilonia! ¡Haz moler la harina! ¡Quítate el cinturón, desata tu zapato, levántate las faldas y cruza los ríos! ¡Tu vergüenza será conocida y público tu oprobio! ¡Tus sollozos te romperán los dientes! ¡El Eterno execra la monstruosidad de tus crímenes! ¡Maldita seas! ¡Maldita seas! ¡Revienta como una perra! Se cerró la trampa; volvió a caer el cobertor. Mannaei quería estrangular a Iaokanann. Herodías había desaparecido.
Los fariseos estaban escandalizados y Antipas, en medio de ellos, intentaba justificarse. -Sin duda -dijo Eleazar- es lícito tomar la mujer de su hermano, pero Herodías no era viuda y tenía además una hija, lo que constituye mayor abominación.
-Estás en un error -objetó Jonatás-. La Ley condena esos matrimonios, pero no los prohíbe.
-¡No importa! Sois muy injustos conmigo -dijo Antipas-, porque al fin y al cabo Absalón anduvo con las mujeres de su padre; Judá, con su nuera; Amón, con su hermana; Lot, con sus hijas.
Aulio, que mientras tanto había estado durmiendo, reapareció en aquel instante. Cuando supo de qué se trataba, aprobó al tetrarca. No debían preocuparse por tales tonterías; y se reía a carcajadas de la censura de los sacerdotes y del furor de Iaokanann. Herodías, desde lo alto de la escalinata, se volvió hacia él y le dijo:
-¡No te rías, Señor! Está instigando al pueblo a que no pague el impuesto.
-¿Es verdad? -inquirió al momento el publicano. Las respuestas fueron en general afirmativas. El tetrarca las corroboró.
Temió Vitelio que el prisionero escapara, y como la conducta de Antipas le pareciera dudosa, apostó centinelas en las puertas, a lo largo de las murallas y en el patio. Luego pasó a sus habitaciones acompañado de las diputaciones de sacerdotes que, sin abordar la cuestión de la sacrificatoría, emitía cada uno sus agravios. Entre todos abrumaban a Vitelio y los despidió.
Al salir, Jonatás divisó en una almena a Antipas conversando con un hombre de luenga cabellera vestido de blanco: era un esenio. Y se arrepintió de haberlo defendido.
El tetrarca se consolaba pensando que Iaokanann ya no dependía de él puesto que los romanos se encargaban de su vigilancia. ¡Qué alivio! Fanuel paseaba en aquel momento por el camino de ronda. Antipas lo llamó, y señalando a los soldados le dijo:
-Ellos son los más fuertes, yo no puedo librarlo. ¡No tengo la culpa!
No había nadie en el patio; los esclavos descansaban. Sobre el cielo rojizo que inflamaba el horizonte, los menores objetos se recortaban en negro. Antipas distinguió las salinas del otro extremo del Mar Muerto y no vio las tiendas de los árabes. ¿Se habrían marchado ya? Salía la luna; su espíritu iba recobrando la tranquilidad.
Fanuel, abrumado, había hundido el mentón en el pecho. Por fin reveló lo que quería decir.
Desde principios de mes estudiaba el cielo antes del alba, cuando la constelación de Perseo se halla en el Zenit. Agala apenas se deja ver. Algol brilla menos aun. Mira-Coeli ha esaparecido; de lo que auguraba la muerte de un hombre importante aquella misma noche en Machaerus.
"¿Cuál?", pensó el tetrarca. Vitelio estaba muy custodiado; tampoco iban a ejecutar a Iaokanann. "Entonces, seré yo".
Quizá volvieran los árabes o el procónsul descubriera sus relaciones con los partos...
Los sicarios de Jerusalén, con puñales bajo los vestidos, escoltaban a los sacerdotes y el tetrarca no dudaba de la ciencia de Fanuel.
Pensó en recurrir a Herodías. A pesar de odiarla, ella sabría infundirle valor porque no estaban rotos todos los lazos del hechizo que en otros tiempos le dominara. Cuando entró en su habitación, en un pebetero de mármol ardía cinamomo; y esparcidos por la estancia se veían polvos, ungüentos, telas vaporosas y bordados más ligeros que plumas.
No le habló de la predicción de Fanuel ni de su temor por los judíos y los árabes; Herodías lo hubiera tachado de cobarde. Se refirió únicamente a los romanos; Vitelio nada le había confiado de sus proyectos militares. Sin duda lo suponía amigo de Cayo, que Agripa frecuentaba, y lo desterrarían o quizás lo decapitaran.
Herodías, con desdeñosa indulgencia, intentó tranquilizarlo. Por último, extrajo de un cofrecillo una extraña medalla con el perfil de Tiberio que bastaba para hacer palidecer a los lictores y anular todas las acusaciones. Antipas emocionado y agradecido le preguntó cómo la había obtenido.
-Me la han dado -contestó ella.
Por debajo de una cortina frente a ellos apareció un brazo desnudo, juvenil, encantador, cual marfileña escultura que Policleto hiciera. Con gesto algo desgarbado y no obstante gracioso, tanteó en el aire a fin de coger una túnica olvidada en un escabel cerca de la pared.
Una anciana, levantando levemente la cortina, se la entregó.
El tetrarca tuvo un recuerdo que no pudo precisar. -¿Es tuya esta esclava? -inquirió.
-¡A ti qué te importa! -le respondió Herodías.
III
Los invitados llenaban la sala del festín. Constaba ésta de tres naves, como una basílica, separadas por columnas de madera con capiteles de bronce profusamente esculpidos. Dos galerías con claraboya se apoyaban en ellas y una tercera de filigrana de oro se arqueaba frente a un enorme arco que se abría en el otro extremo.
Sobre las mesas alineadas a lo largo de la nave ardían candelabros, formando grupos incandescentes entre vasos de cerámica y platos de cobre, cubos de hielo y montañas de uva.
Pero aquellos haces rojizos se perdían progresivamente debido a la elevación del techo y sólo brillaban unos puntos luminosos como de noche las estrellas a través de las ramas de los árboles. Por la abertura del gran ventanal veíanse antorchas en las azoteas de las casas, porque Antipas festejaba a sus amigos, a su pueblo, a cuantos se presentaban.
Los esclavos atentos como perros, calzados con sandalias de fieltro, transportaban bandejas de manjares.
La mesa proconsular ocupaba, bajo la tribuna dorada, un estrado de tablas de sicomoro, circundada por tapices de Babilonia que formaban una especie de pabellón.
En tres lechos de marfil, uno en medio y dos a los lados, se reclinaban Vitelio, su hijo y Antipas; el procónsul estaba a la izquierda, Aulio a la derecha y el tetrarca en el centro.
Este vestía un pesado manto negro, cuya trama desaparecía bajo una profusión de aplicaciones en color; llevaba colorete en las mejillas, la barba cortada en forma de abanico y espolvoreado de añil el cabello sujeto por riquísima diadema de piedras preciosas. Vitelio conservaba su tahalí de púrpura que caía en diagonal sobre una toga de lino. Aulio se había hecho anudar en el dorso las mangas de su vestido de seda violácea bordado en plata. Los rizos de sus cabellera caían escalonados, y sobre el pecho, blanco y opulento como el de una mujer, lucía un collar de zafiros. A su lado, sobre una estera, había un efebo con las piernas cruzadas, que sonreía sin cesar. Lo había descubierto en las cocinas y no podía pasar sin él; le costaba tanto retener su nombre caldeo que le llamaba simplemente: "el Asiático". De vez en cuando se tendía en el triclinio; entonces sus pies descalzos dominaban la asamblea.
A la derecha se hallaban los sacerdotes y los oficiales de Antipas, los habitantes de Jerusalén y los principales de las ciudades griegas; y del lado del procónsul, Marcelo y los publicanos, algunos amigos del tetrarca, las personalidades de Kana, Ptolemaida y Jericó; más allá, entremezclados, los montañeses del Líbano y los soldados veteranos de Herodes: doce tracios, un galo, dos germanos, los cazadores de gacelas, los pastores de Idumea, el Sultán de Palmira y los marinos de Eziongaber. Cada uno tenía ante sí una galleta de pasta blanda para limpiarse los dedos; y los brazos al alargarse para coger aceitunas, pistachos o almendras, semejaban cuellos de buitre.
Todos los rostros estaban alegres, bajo coronas de flores.
Sin embargo, los fariseos las habían rehusado por considerarlas perversión romana, y se estremecieron cuando los rociaron con gálbano e incienso, composición reservada a los usos
del Templo. Aulio en cambio se perfumó el sobaco y Antipas le prometió un cargamento con tres
banastas de aquel verdadero bálsamo por el que Cleopatra deseó poseer la Palestina.
Un capitán de la guarnición de Tiberíades, recién llegado, se colocó detrás de Antipas para referirle acontecimientos extraordinarios. Pero la atención del tetrarca se dividía entre el procónsul y lo que se decía en las mesas próximas. Se trataba de Iaokanann y de los hombres
de su especie: Simón de Gittoi lavaba los pecados con fuego. Uno llamado Jesús...
-El peor de todos -exclamó Eleazar-. ¡Qué infame histrión!
Detrás del tetrarca, un hombre pálido como el borde de su clámide, se puso de pie.
Bajó del estrado, e interpelando a los fariseos, exclamó:
-¡Mentís! Jesús obra milagros!
Antipas quería verlos.
-Podías haberle traído -dijo-. Explícanos alguno de esos milagros.
Entonces el hombre contó que él, Jacob, tenía una hija enferma y había ido a Cafarnaum para rogar al Maestro que quisiera curarla. El Maestro le había contestado:
"¡Vuelve a tu casa: tu hija está sana!". Y la había hallado en el umbral, pues cuando el gnomon del palacio marcaba la hora tercia, en el mismo instante en que él hablaba con Jesús, había abandonado el lecho.
-Sin duda -objetaron los fariseos-, existían prácticas y hierbas portentosas. Allí mismo en Machaerus a veces se hallaba el baarás, que hace a uno invulnerable, pero curar sin ver ni tocar era imposible, a menos que Jesús se valiera de los demonios.
Y los amigos de Antipas, los principales de Galilea, asintieron meneando la cabeza:
-Evidentemente se vale de demonios.
Jacob, en pie entre su mesa y la de los sacerdotes, con porte altivo a la par que dulce, callaba.
Todos lo instaban para que hablase. -¡Justifica su poder!
Entonces encorvó los hombros y a media voz, lentamente, como asustado de sí mismo, dijo:
-¿No sabéis acaso que es el Mesías?
Los sacerdotes se miraron; Vitelio reclamó la explicación de la palabra. Su intérprete se detuvo un momento antes de contestar.
Designaban con este nombre a un libertador que les traería el goce de todos los bienes y el dominio de todos los pueblos. Algunos aseguraban que serían dos. Gog y Magog vencerían al primero pero el segundo exterminaría al Príncipe del Mal. Hacía ya siglos que le aguardaban a cada momento.
Los sacerdotes parlamentaron y Eleazar tomó la palabra:
-En primer lugar, el Mesías sería hijo de David y no de un carpintero, y confirmaría la Ley. En cambio aquel Nazareno la atacaba; y, argumentó irrecusable, debía precederle la venida de Elías.
Jacob replicó:
-¡Pero si Elías ha venido ya!
-¡Elías! ¡Elías! -repitió la muchedumbre de un extremo a otro de la sala.
En la imaginación de todos se representó un anciano bajo un vuelo de cuervos, el rayo abrasando un altar y los pontífices idólatras echados a los torrentes; y en las tribunas, las mujeres pensaron en la viuda de Sarepta.
Jacob se esforzaba, diciendo que le conocía, que él lo había visto y el pueblo también. -¿Su nombre? -inquirieron.
Entonces gritó con todas sus fuerzas:
-¡Iaokanann!
Antipas se dejó caer como herido en medio del pecho; los saduceos se le echaron encima; Eleazar vociferaba para hacerse oír.
Cuando se hubo restablecido el silencio, se terció el manto y como un juez empezó a preguntar:
-Puesto que el profeta murió...
Los murmullos lo interrumpieron. A Elías todos lo creían solamente desaparecido.
Eleazar se encolerizó con la muchedumbre; luego continuó su interrogatorio:
-¿Tú crees que ha resucitado?
-¿Por qué no? -dijo Jacob.
Los saduceos se encogieron de hombros; Jonatás, desorbitados sus ojillos, se esforzaba en reír como un bufón. Nada más necio que la pretensión del cuerpo a la vida eterna; y declamó para el procónsul aquel verso de un poeta de la época:
Nec crescit, nec post mortem durare videtur.6
Aulio, empero, estaba inclinado en el borde del triclinio con la frente sudorosa, el rostro
verde, apretándose el estómago con los puños.
Los saduceos simularon un gran desasosiego -al día siguiente les devolvieron la
sacrificatoría-; Antipas daba muestras de desesperación; Vitelio permanecía impasible. Sin
6 Según parece, no hay crecimiento ni duración después de la muerte. (N. del T.)
embargo, su angustia era extrema; con su hijo perdía su fortuna.
Apenas había acabado de provocarse el vómito, Aulio quiso empezar a comer otra vez.
-Que me traigan polvo de mármol, pizarra de Naxos, agua de mar, cualquier cosa. ¿Y si
tomara un baño?
Mascó un poco de hielo, y en la duda entre una conserva de carne de Comagene y unos
mirlos dorados, optó por calabazas con miel. El asiático lo contemplaba, convencido de que
aquella facultad de engullir denotaba un ser prodigioso, de una raza superior.
Fueron servidos riñones de toro, lirones, ruiseñores, picadillo de carne en hojas de
pámpano, en tanto los sacerdotes discutían sobre la resurrección. Ammonio, discípulo de
Filón, el Platónico, los encontraba insulsos y así lo manifestó a unos griegos descreídos.
Marcelo y Jacob se habían aproximado el uno al otro. El primero describía al segundo la
felicidad que experimentara con el bautismo de Mitra, y Jacob le aconsejaba que siguiera a
Jesús.
Los vinos de palma y de tamarisco, los de Safet y de Biblos, pasaban de las ánforas a
las cráteras, de éstas a las copas, y de las últimas a los gaznates; todos se sentían locuaces y se
abrían confiadamente los corazones. Iacim, aunque judío, no disimulaba su adoración por los
planetas. Un mercader de Afaka asombraba a unos nómadas con la descripción de las maravillas
del templo de Hierápolis; tanto, que preguntaron cuanto costaría ir allí en peregrinación.
Otros se mantenían fieles a su religión ancestral. Un germano casi ciego cantaba un himno enalteciendo aquel promontorio de Escandinavia donde los dioses aparecían con rostros radiantes. Y los de Sichem dejaron de comer tórtolas por respeto a la paloma Azima.
Varios hablaban de pie en medio de la sala y el vaho de los alientos con el humo de los candelabros formaban una neblina en la habitación. Fanuel avanzó a lo largo de la pared.
Acababa de estudiar nuevamente el firmamento, pero no llegó hasta el tetrarca por temor a las
manchas de aceite, que para los esenios eran una gran deshonra.
Fuertes golpes resonaron en la puerta del castillo.
Había corrido la voz que Iaokanann se hallaba allí. Alumbrándose con antorchas, los
hombres escalaban el camino; una masa oscura hormigueaba en el barranco y de vez en
cuando gritaban:
-¡Iaokanann! ¡Iaokanann!
-Todo lo estropea -dijo Jonatás.
-Si sigue así, acabaremos sin dinero -añadieron los fariseos.
Y se oyeron recriminaciones:
-¡Protégenos!
-Que acabe esto!
-¡Has abandonado la religión!
-¡Eres impío como Herodes!
-¡Menos que vosotros! -replicó Antipas-. Vuestro templo lo debéis a mi padre.
Entonces los fariseos, los hijos de los proscritos y los partidarios de Matatías, acusaron
al tetrarca de los crímenes de su familia.
Tenían el cráneo puntiagudo, hirsuta la barba, las manos enjutas y ruines o bien el
rostro achatado, grandes ojos redondos y aspecto de bulldogs. Una docena de escribas y
criados de los sacerdotes, alimentados con los despojos de los sacrificios, llegaron hasta el pie
del estrado amenazando a Antipas con sus cuchillos mientras éste los arengaba y los saduceos
lo defendían débilmente. El tetrarca divisó a Mannaei y le hizo signo que se marchara, pues
Vitelio con su actitud indicaba que estas cosas no le atañían.
Los fariseos que no habían abandonado sus triclinios, entraron en un furor demoníaco y
rompieron los platos que tenían ante sí. Les acababan de servir el manjar preferido por
Mecenas: asno salvaje, una comida inmunda.
Aulio los ridiculizó a propósito de la cabeza de asno que según se decía honraban
secretamente, y añadió otros sarcasmos sobre su antipatía por el cerdo. Sería sin duda porque
aquel vil animal había dado muerte a su Baco; y era evidente que les gustaba el vino, puesto
que habían descubierto en el Templo una viña de oro.
Librodot Herodías Gustave Flaubert
Librodot
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Los sacerdotes no comprendieron sus palabras, y Fineas, galileo de origen, se negó a
traducirlas. Entonces la cólera de Aulio llegó al máximo, tanto más cuanto que "el Asiático",
preso de miedo, había desaparecido. El ágape no era de su agrado, los manjares eran vulgares,
insuficientemente sazonados. Pero se calmó al descubrir rabos de ovejas sirias que parecían
paquetes de grasa.
A Vitelio el carácter de los judíos le resultaba repugnante. Su dios pudiera ser Moloch,
cuyos altares encontró en su viaje; y volvieron a su memoria los niños que le sacrificaban, así
como la historia de aquel hombre que engordaba misteriosamente. Su corazón de latino se
indignaba por su intolerancia, su furor iconoclasta, su tozudez de bruto.
El procónsul quería partir; pero Aulio se negó.
Con la ropa caída hasta las caderas, yacía tras un montón de vituallas, harto en demasía
para comerlas aunque obstinado en no abandonarlas.
La exaltación del pueblo iba creciendo. Se libraron a proyectos de independencia
recordando la gloria de Israel. Siempre los conquistadores habían sido castigados: Antígono,
Craso, Varo...
-¡Miserables! -exclamó el procónsul, que comprendía el sirio y se valía del intérprete
sólo para tener más tiempo para contestar.
Antipas, rápidamente, sacó la medalla del emperador y observándola con
estremecimiento la presentó por el lado de la efigie.
De pronto las puertas de la tribuna de oro se abrieron y envuelta en el esplendor de las
antorchas, rodeada de sus esclavas y de guirnaldas de anémonas, apareció Herodías. Cubría su
cabeza una mitra asiria sujeta por un barboquejo; sus cabellos abuclados caían sobre un peplo
escarlata, hendido a lo largo de las mangas. Entre los dos monstruos esculpidos, iguales a los
del tesoro de los atridas que enmarcaban la puerta, parecía Cibeles escoltada por sus leones.
Desde lo alto de la balaustrada, con una pátera7 en la mano exclamó:
-¡Larga vida al César!
Vitelio repitió el homenaje, y Antipas, y los sacerdotes.
Del fondo de la sala llegó un murmullo de sorpresa y de admiración: una joven acababa
de entrar.
El velo azulado que le cubría la cabeza y el pecho dejaba traslucir los arcos de sus ojos,
los zarcillos de sus orejas, la blancura de su piel. Un cuadrado de seda tornasol cubría sus
hombros y quedaba sujeto a los riñones por un cinturón de orfebrería. Sus calzones negros
estaban sembrados de mandrágoras, e indolentemente hacía sonar sus diminutas pantuflas de
plumas de colibrí.
Llegada al estrado, se quitó el velo. Era Herodías tal como fuera en su juventud. Y
empezó a bailar.
Deslizaba sus pies el uno ante el otro al ritmo de una flauta y un par de crótalos.8 Sus
brazos torneados llamaban a alguien que se obstinaba en huir. Lo perseguía más ligera que
una mariposa, como una Psique curiosa, como un alma errante, pronta a emprender el vuelo.
Los sones fúnebres de las cítaras sustituyeron a los crótalos. El abatimiento había
vencido a la esperanza. Sus actitudes expresaban suspiros y todo su cuerpo una tal languidez
que no se sabía si lloraba a un dios o experimentaba su caricia. Con los párpados entornados,
retorcía el talle, balanceaba el vientre con ondulaciones semejantes a las olas y agitaba los
senos mientras su rostro permanecía impasible y sus pies se movían sin cesar.
Vitelio la comparó a Mnester, el gran mimo; Aulio seguía vomitando. El tetrarca
7 Plato o cuenco de poco fondo que se usaba en los sacrificios antiguos.
8 Especie de castañuelas.
perdido en un ensueño no se acordaba de Herodías; le pareció verla con los saduceos... La
visión se alejó.
Sin embargo no era una visión. Herodías había hecho educar, lejos de Machaerus, a su
hija Salomé para que el tetrarca la amara. La idea había sido buena; entonces lo comprobaba.
Luego fueron los transportes del amor que quiere ser satisfecho... Danzó como las
sacerdotisas de la India, como las mujeres nubias de las cataratas, como las bacantes de Lidia.
Se inclinaba a todos lados cual flor agitada por la tempestad. Saltaban los brillantes de sus
orejas, la seda de su espalda la acariciaba; de sus brazos, de sus pies, de sus vestidos partían
invisibles chispas que inflamaban a los hombres. Se oyeron los arpegios de un arpa; la
muchedumbre la recibió con aclamaciones. Salomé separando las piernas sin plegar las
rodillas se dobló hasta rozar el suelo con el mentón; y los nómadas acostumbrados a la
contención, los soldados romanos expertos en libertinajes, los avaros publicanos, los viejos
sacerdotes agriados por las disputas, todos, con respiración jadeante, palpitaban de deseo.
Entonces se puso a girar en torno a la mesa de Antipas, frenéticamente, como el rombo
de las hechiceras. Y Antipas con voz entrecortada por los sollozos de voluptuosidad le decía:
-¡Ven! ¡Ven!
Ella seguía dando vueltas; los tímpanos sonaban próximos a estallar, la multitud
aullaba. Pero el tetrarca gritaba más fuerte:
-¡Ven! ¡Ven! ¡Te daré Cafarnaum! ¡La llanura de Tiberíades! ¡Mis ciudadelas! ¡La
mitad de mi reino!
Salomé apoyó las manos en el suelo y con los talones en alto recorrió el estrado como
un gran escarabajo; bruscamente se detuvo.
Su nuca formaba ángulo recto con sus vértebras. Las fundas de color que cubrían sus
piernas pasando por encima de sus hombros como arco iris, enmarcaban su rostro a un codo
del suelo. Llevaba los labios pintados, las cejas muy negras, tenía los ojos casi terribles y las
gotitas que perleaban en su frente parecían rocío sobre mármol blanco.
Ella no habló; únicamente se miraron.
En la tribuna sonaron chasquidos de dedos. Subió allí, reapareció y ceceando
ligeramente pronunció estas palabras, con aire infantil:
-Quiero que me des en una bandeja...
Había olvidado el nombre, pero prosiguió sonriendo: -¡La cabeza de Iaokanann!
El tetrarca se desplomó, anonadado.
La palabra dada le obligaba y el pueblo estaba aguardando. Quizá la muerte que le
habían predicho, al abatirse sobre otro lo libraría a él de la suya... Además, si Iaokanann era
realmente Elías, podría sustraerse y si no lo era, el asesinato perdía toda su importancia.
Mannaei que estaba a su vera, comprendió su intención.
Vitelio lo llamó para confiarle el santo y seña, porque había centinelas en la puerta del
calabozo.
¡Qué alivio! ¡Dentro de breves instantes todo habría terminado!
Sin embargo, Mannaei no despachaba muy rápidamente su cometido.
Volvió a entrar, trastomadísimo.
Cuarenta años hacía que ejercía el oficio de verdugo. El había ahogado a Aristóbulo,
estrangulado a Alejandro, quemado vivo a Matatías, decapitado a Zósimo, Pappo, José y
Antipater; y ¡no se atrevía a matar a Iaokanann! Castañeteaban sus dientes y un temblor
agitaba todo su cuerpo.
Ante el calabozo había visto al Gran Angel de los samaritanos, cubierto de ojos y
esgrimiendo una inmensa espada roja y dentada como una llama. Dos soldados traídos para
corroborarlo podrían dar fe de ello.
Pero los soldados no habían visto más que a un capitán judío que se había abalanzado
sobre ellos y al que habían dado muerte.
El furor de Herodías se plasmó en un torrente de injurias plebeyas y crueles. Se lastimó
las uñas en la barandilla de la tribuna y los dos leones esculpidos parecían morder sus
hombros y rugir como ella.
Antipas la imitó; los sacerdotes, los soldados, los fariseos, reclamaban una venganza;
los restantes se indignaban porque les retrasaban un placer.
Mannaei salió cubriéndose el rostro.
Los comensales encontraron el tiempo más largo que la primera vez. Se aburrían.
De pronto se oyeron pasos en el corredor; el malestar se hizo intolerable.
Entró la cabeza al extremo del brazo de Mannaei que la sostenía por la cabellera,
orgulloso por los aplausos que le tributaban.
Cuando la hubo colocado en una bandeja la ofreció a Salomé, que subió con presteza a
la tribuna.
Unos minutos después la cabeza fue transportada por aquella anciana que el tetrarca
observara por la mañana en la azotea de una casa y poco antes en la habitación de Herodías.
Antipas se echó atrás para no verla. Vitelio le dirigió una mirada indiferente.
Mannaei descendió del estrado y la exhibió ante los capitanes romanos y cuantos
estaban en aquella parte de la habitación.
Todos la examinaron.
El acerado filo del instrumento al deslizarse de arriba abajo había rasgado la mandíbula.
Había sangre ya coagulada en la barba; los párpados cerrados estaban pálidos como el nácar;
los candelabros de las mesas despedían raros reflejos.
La cabeza llegó a la mesa de los sacerdotes. Un fariseo curioso le dio media vuelta.
Mannaei la restituyó en su posición y la colocó ante Aulio que despertaba. Entre la abertura
de las pestañas, las pupilas muertas y apagadas parecía que conversaran.
Después Mannaei la presentó a Antipas, por cuyas mejillas se deslizaba el llanto.
Apagaron las antorchas; los invitados se fueron y en la sala no quedó más que el
tetrarca, apoyada la frente en las manos y la mirada fija en la cabeza cortada, en tanto Fanuel,
de pie en medio de la inmensa nave, con los brazos extendidos, murmuraba oraciones.
Al amanecer, llegaron dos hombres enviados tiempo ha por Iaokanann, con la tan
deseada respuesta.
La confiaron a Fanuel que tuvo una gran alegría.
Luego les mostró el lúgubre objeto en la bandeja, entre los despojos del festín. Uno de
los hombres le dijo:
-¡Consuélate! ¡Ha ido entre los muertos para anunciarles al Cristo!
El esenio comprendió entonces el sentido de aquellas palabras: "Para que Él crezca yo
debo disminuir".
Y los tres, habiendo recogido la cabeza de Iaokanann, se fueron hacia Galilea.
Pesaba tanto, que la llevaban un rato cada uno.
Segundo Cuento: La Leyenda de San Julián el Hospitalario
GUSTAVE FLAUBERT
LA LEYENDA DE SAN JULIAN EL HOSPITALARIO
Traducido por Consuelo Berges
I
LA LEYENDA DE SAN JULIAN EL HOSPITALARIO
Traducido por Consuelo Berges
I
Los padres de Julián vivían en un castillo rodeado de bosques, en la ladera de una colina. Las
cuatro torres de las esquinas remataban en techumbres puntiagudas cubiertas de escamas de plomo y la base de los muros se apoyaban en bloques de rocas que se despeñaban abruptamente hasta el fondo de los fosos.
El pavimento de los patios era regular como el enlosado de una iglesia. Largas gárgolas, figurando dragones con las fauces inclinadas hacia abajo, escupían hacía la cisterna el agua de las lluvias. Y en el resalto de las ventanas de todos los pisos crecía en un tiesto de barro pintado una albahaca o un heliotropo. Un segundo cercado, hecho de estacas, protegía en primer lugar una huerta de árboles frutales, luego un cuadro donde las flores se combinaban formando cifras, después una enramada con glorietas para tomar el fresco, y un juego de mallo que servía para entretenimiento de los pajes. Al otro lado estaban la porqueriza, los establos, el horno de cocer el pan, el lagar y los graneros. En todo el contorno prosperaba un verde pastizal, cerrado por un seto de espinos.
Se vivía en paz desde hacía tanto tiempo, que ya no se bajaba el rastrillo; los fosos estaban llenos de agua; las golondrinas hacían sus nidos en las hendiduras de las almenas; y el arquero, que se pasaba el día paseando por la cortina, en cuanto el sol pegaba demasiado, se metía en la atalaya y se quedaba dormido como un fraile.
En el interior, relucían los herrajes por doquier; en los aposentos, los tapices protegían del frío; y los armarios estaban rebosantes de ropa blanca, se apilaban en las bodegas los toneles de vino, las arcas de roble reventaban bajo el peso de los sacos de dinero.
En la sala de armas, entre estandartes y cabezas de animales feroces, se veían armas de todos
los tiempos y de todos los países, desde las hondas de los amalecitas y los venablos de los garamantas hasta los chafarotes de los sarracenos y las cotas de mallas de los normandos.
En el gran asador de la cocina se podía ensartar un buey; la capilla era tan suntuosa como el oratorio de un monarca. Hasta había, en un lugar apartado, un baño a la romana; pero el buen
caballero del castillo no lo usaba, porque le parecía cosa de idólatras.
Envuelto siempre en una pelliza de zorro, se paseaba por su casa, administraba la justicia en los litigios de sus vasallos, mediaba en las querellas de sus vecinos. En invierno, miraba caer los copos de nieve o hacía que le leyeran historias. Nada más comenzar el buen tiempo, se iba en su mula por las pequeñas veredas, a orillas de los trigales que verdeaban ya, y charlaba con los labriegos, dándoles consejos. Al cabo de muchas aventuras, había tomado por esposa a una doncella de alto linaje.
Era muy blanca, un poco altiva y seria. Los picos de su capirote rozaban el dintel de las puertas; la cola de su vestido de paño arrastraba tres pasos detrás de ella. Llevaba el gobierno de la casa como el de un monasterio; cada mañana distribuía el trabajo a los criados, vigilaba las mermeladas y los ungüentos, hilaba en la rueca o bordaba manteles de altar. A fuerza de rogar a Dios, le nació un hijo.
Su advenimiento se celebró con grandes festejos y con una comida que duró tres días y cuatro
noches, con iluminación de antorchas, al son de las arpas y sobre alfombras de hojas. Se sirvieron las más raras especias, con gallinas grandes como corderos; por juego, de un pastel surgió un enano; y las escudillas no bastaban ya, pues la multitud aumentaba sin cesar, y hubo que beber en los olifantes y en los yelmos. La recién parida no asistió a estas fiestas. Estaba tranquilamente en su lecho. Una noche se despertó y, bajo un rayo de luna que entraba por la ventana, vislumbró un anciano en hábito de sayal, rosario al costado, morral al hombro y toda la traza de un eremita.
--¡ Albricias, oh madre, tu hijo será un santo! La señora iba a gritar; pero el monje, pisando los rayos de la luna, ascendió suavemente en el aire y desapareció. Los cantos del banquete se elevaron más alto. La madre oyó las voces de los ángeles; y reclinó la cabeza en la almohada, sobre la cual se destacaba un hueso de mártir en un marco de carbunclos.
Al día siguiente, todos los criados a quienes preguntaron declararon que no habían visto al eremita.
Sueño o realidad, aquello tenía que ser un mensaje del cielo; mas la señora se guardó muy bien
de decir nada. por miedo de que la acusaran de orgullo. Los convidados se fueron al amanecer; y el padre de Julián estaba fuera de la poterna, adonde acababa de acompañar al último, cuando, de pronto, surgió ante él, en la niebla un mendigo.
Era un bohemio de barba trenzada, con aros de plata en ambos brazos y ojos centelleantes. Con expresión de iluminado, balbució estas palabras incoherentes:
--¡Ah, ah!, ¡tu hijo!... ¡mucha sangre!... ¡mucha gloria!... ¡siempre bienaventurado!... la familia de un emperador.
Y, agachándose para recoger la limosna, se perdió entre la hierba, se esfumó.
El buen caballero miró a uno y a otro lado, llamó cuanto pudo. ¡Nadie! Silbaba el viento, se llevaba las brumas mañaneras. El caballero atribuyó aquella (visión al cansancio de su cabeza por haber dormido tan poco. «Si hablo de esto, se reirán de mí», pensó. Sin embargo, los esplendores destinados a su hijo le deslumbraban, aunque la promesa no fuese clara y hasta dudara de haberla oído.
Los esposos se guardaron mutuamente su secreto. Pero los dos querían al hijo con parejo amor;
y como le respetaban como a elegido de Dios, prodigaron a su persona atenciones sin tasa. Sobre
su cuna, blando el colchón de finísima pluma, ardía permanentemente una lámpara en forma de
paloma; tres nodrizas le mecían y, bien fajado en sus pañales, rosadita la cara y azules los ojos, con su manto de brocado y su gorro recamado de perlas, parecía un niño Jesús. Le salieron los dientes sin que llorase ni una vez.
Cuando cumplió siete años, la madre le enseñó a cantar. Para hacerle valeroso, el padre le encaramó en un caballo grande. El niño sonreía de satisfacción y no tardó en saber cuanto saber debían los destreros.
Un fraile anciano, muy docto, le enseñó las Sagradas Escrituras, la numeración de los árabes, las letras latinas y a hacer unas pinturas muy graciosas en pergamino. Trabajaban juntos, en lo alto de una torre, resguardados del ruido.Terminada la lección, bajaban al jardín, donde, andando paso a paso, estudiaban las flores. A veces vislumbraban, caminando por el fondo del valle, una reata de bestias de carga conducidas por un peatón ataviado a la oriental. El señor del castillo veía que era un mercader y mandaba a su encuentro a un criado. El forastero recibía confiado la llamada, se desviaba de su camino e, introducido en el locutorio, sacaba de sus baúles piezas de terciopelo y de seda, orfebrerías, perfumes, cosas extrañas de uso desconocido; y el buen hombre se iba con una sustanciosa ganancia y sin haber sufrido violencia alguna. Otras veces llamaba a la puerta una caravana de peregrinos. Sus hábitos, mojados humeaban en el atrio; y, una vez saciada el hambre, contaban sus viajes: las naves extraviadas en la mar bravía, las caminatas a pie por las arenas que abrasaban, la ferocidad de los paganos, las cavernas de Siria, el Belén y el Sepulcro. Después regalaban al mancebo conchas de sus esclavinas.
Frecuentemente, el señor del castillo festejaba a sus antiguos caballeros de armas. Mientras bebían, recordaban sus guerras, los asaltos a las fortalezas con el batir de las catapultas,
las heridas prodigiosas. Julián, que los escuchaba, se ponía a gritar, y su padre no dudaba que el mancebo iba a ser un conquistador. Mas al anochecer, al salir del Ángelus, cuando pasaba entre los mendicantes inclinados, echabamano a su escarcela con tanta modestia y tan noble continente, que su madre esperaba firmemente verle llegar a arzobispo.
Tenía su sitio en la capilla al lado de sus padres y, por largos que fueran los oficios, permanecía todo el tiempo de rodillas, el sombrero en el suelo y la manos juntas. Un día, durante la misa, alzó la cabeza y percibió un ratoncillo blanco que salía de un agujero del muro El ratoncillo correteó por el primer escalón del altar y, después de dos o tres vueltas a la derecha y a la izquierda, se fue por donde había venido. Le perturbó la idea de que podía volver a ver al ratoncillo. Volvió; y todos los domingos le esperaba, y como esto le importunaba, cogió odio al ratoncillo y decidió acabar con él.
Cerró la puerta, sembró en los escalones las migajas de un pastel y se apostó delante del
agujero con un palo en la mano.
Pasado mucho tiempo, asomó un hociquito rosado y luego el ratoncillo entero. Julián le asestó un ligero golpe y se quedó estupefacto ante aquel cuerpecillo que ya no se movía. Una gota de sangre maculaba la losa. Julián la limpió rápido con la manga, tiró afuera el ratoncillo y no dijo nada a nadie.
Toda suerte de pajarillos picoteaban los granos de la huerta. Imaginó meter guisantes en una
caña hueca. Cuando oía gorjear en un árbol, se acercaba despacito, levantaba el tubo, inflaba
los carrillos y los pájaros le llovían sobre los hombros en abundancia tal, que no podía menos
de reír, satisfecho de su artimaña.
Una mañana, al volver por la cortina, vio en la cima de la muralla una paloma que se pavoneaba
muy oronda al sol. Julián se paró a mirarla; como en aquel lugar la muralla tenía brecha,
encontró una piedra, la cogió, balanceó el brazo y la piedra abatió a la paloma, que cayó
redonda al foso.
Julián se precipitó hacia el fondo, rasguñándose con los matojos, huroneando por doquier, más
ligero que un cachorro.
La paloma, con las alas rotas, palpitaba, suspendida en las ramas de una alheña.
La persistencia de su vida irritó al niño. Se puso a estrangularla; y las convulsiones del ave
le hacían palpitar fuerte el corazón, le infundían una voluptuosidad salvaje y tumultuosa. En
la rigidez postrera, el niño se sintió desfallecer.
Por la noche, durante la cena, el padre declaró que el muchacho estaba ya en edad de aprender
la montería; y fue a buscar un viejo cuaderno de escritura que contenía, en preguntas y
respuestas, todo lo referente a la caza. En este cuaderno, un maestro enseñaba a su discípulo
el arte de adiestrar a los perros y de amaestrar a los halcones, de tender trampas, cómo
reconocer el ciervo por sus cagarrutas, el zorro por su rastro, el lobo por la huella de sus
garras, mejor manera de discernir sus rutas, cómo se los levanta, dónde se encuentran
generalmente sus madrigueras, cuáles son los vientos más propicios, con la enumeración de las
voces de los animales y las reglas de cebar a los perros.
Cuando Julián supo recitar de memoria todas estas cosas, su padre le formó una jauría. En primer lugar se distinguían veinticuatro lebreles berberiscos, más veloces que las gacelas, pero propensos a enfurecerse; después diecisiete parejas de perros bretones, con manchas blancas sobre fondo rojo, infalibles en su crédito, fuertes de pecho y grandes aulladores. Para el ataque al jabalí y las escapadas peligrosas había cuarenta grifones, peludos como osos. Unos mastines de Tartaria, casi tan altos como asnos, color de fuego, largos de espinazo y derecho el corvejón, estaban destinados a perseguir a los uros. El pelaje negro de los podencos relucía como raso; el ladrido de los talbots no tenía nada que envidiar al de los bigles cantores. En un patio separado gruñían, sacudiendo la cadena y saltándoseles los ojos, ocho dogos alanos, animales formidables que saltan al vientre de los jinetes y no temen a los leones. Todos comían pan de trigo, bebían en los pilones de piedra y tenían un nombre sonoro. Quizá la halconería superaba a la jauría; el buen señor del castillo, a fuerza de dinero, se había agenciado terzuelos del Cáucaso, sacres de Babilonia, gerifaltes de Alemania y halcones peregrinos, capturados en los acantilados, en las costas de los mares fríos, en remotos países. Estaban en un cobertizo cubierto de bálago, y, atados a las perchas por orden de tamaño, tenían delante un terrón de césped, donde los posaban de vez en cuando para desentumecerlos. Se confeccionaron morrales, anzuelos, trampas, toda clase de instrumentos. Con frecuencia llevaban al campo perros de muestra, que levantaban en seguida la pieza.
Entonces los monteros, avanzando paso a paso, lanzaban con precaución sobre sus cuerpos
impasibles una inmensa red. Un montero los hacía ladrar; echaban a volar las codornices; y las
damas de la comarca, invitadas con los maridos, los niños, las doncellas, todo el mundo se
precipitaba sobre ellas y las cogían fácilmente.
Otras veces, para desencamar las liebres, se tocaba el tambor, caían los zorros en los fosos, o
bien se disparaba un cepo y apresaba un lobo por la pata.
Pero Julián despreció estos cómodos artificios; prefería cazar lejos de la gente, con un
caballo y su halcón. Este era casi siempre un gran tartaret de Escitia, blanco como la nieve.
Su capuchón de cuero remataba en un penacho; en sus patas, azules, vibraban cascabeles de oro,
y el halcón se sostenía firme sobre el brazo de su amo, mientras el caballo galopaba y se iban
extendiendo las llanuras. Julián le desataba las correas y le soltaba de pronto; el animal,
intrépido, ascendía en el aire derecho como una flecha; y se veían dos manchas que daban
vueltas, se juntaban y luego desaparecían en las alturas del azur. No tardaba en bajar el
halcón desgarrando algún pájaro, y tornaba a posarse sobre el guantelete, temblándole las alas.
Así cazó Julián la garza, el milano, la corneja y el buitre.
Le gustaba tocar la trompa y seguir a los perros que corrían por las laderas de las colinas,
saltaban los riachuelos, subían hacia los bosques; y cuando el ciervo comenzaba a gemir bajo
las dentelladas, le abatía préstamente y luego se deleitaba con la furia de los mastines que le
devoraban, despedazado sobre su piel humeante.
Los días de bruma, se metía en las ciénagas para acechar a los gansos, a las nutrias, a los
patos salvajes.
Tres escuderos le esperaban desde el alba al pie de la escalinata; y era en vano que el viejo
fraile, asomándose a su tronera, le hiciera señas de llamada: Julián no miraba atrás. Caminaba
al sol abrasador, bajo la lluvia, con la tormenta, bebía en el hueco de la mano el agua de los
hontanares; comía, trotando, manzanas silvestres. Cuando estaba cansado, descansaba bajo un
roble, y volvía a medianoche, cubierto de sangre y de barro, con espinas en el pelo y olor a
bestias feroces. Llegó a ser como ellas. Cuando su madre le besaba, aceptaba fríamente su
abrazo, como abstraído en pensamientos profundos.
Mató osos a cuchilladas, toros con el hacha, jabalíes con venablo; y hasta una vez que no tenía
más que un palo se defendió con él contra unos lobos que estaban royendo cadáveres al pie de
una horca.
Una mañana de invierno, salió antes del alba, bien equipado, con una ballesta al hombro y un
manojo de flechas en el arzón de la silla.
Su caballo danés, seguido de dos pachones, caminando a paso cadencioso, hacía resonar el suelo.
Se le colaban por el manto gotas de escarcha, soplaba un cierzo fuerte. Aclaró por un lado del
horizonte; y, al claror del crepúsculo, vislumbró unos conejos dando saltitos al borde de sus
madrigueras. Inmediatamente se lanzaron sobre ellos los dos pachones; y acá y allá les iban
quebrando rápidamente el espinazo.
No tardó en internarse en un bosque. En la punta de una rama dormía un urogallo, entumecido por el frío, la cabeza bajo el ala. Julián, de un tajo de su espada, le segó las dos patas, y, sin
recogerlo, siguió adelante. Al cabo de tres horas se encontró en la cresta de una montaña tan alta, que el cielo parecía casi negro. Ante él se inclinaba sobre un precipicio una roca que parecía una larga muralla; y, en el extremo, dos machos cabríos salvajes miraban al abismo. Como no tenía las flechas (pues
su caballo se había quedado atrás), se le ocurrió bajar hasta ellos; medio agachado, descalzo,
se acercó al primero de los machos cabríos y le clavó un puñal debajo de las costillas. El
segundo, aterrado, saltó al vació. Julián se lanzó a herirle y, resbalando con el pie derecho,
cayó sobre el cadáver del otro, de cara al abismo y los brazos abiertos.
Volvió a bajar al llano y siguió andando entre sauces que bordeaban un río. De vez en cuando
pasaban sobre su cabeza unas grullas volando muy bajo. Julián las abatía con el látigo, y no
fallaba una.
Mientras tanto, el aire, más tibio, había fundido la escarcha, flotaban grandes jirones de
vapor, y salió el sol. Vio relucir muy lejos un lago quieto que parecía plomo. En medio del
lago había un animal que Julián no conocía, un castor de hocico negro. A pesar de la distancia,
una flecha le abatió. A Julián le contristó no poder llevarse la piel.
Después se internó en una avenida de grandes árboles que, con sus copas, formaba como un arco
de triunfo a la entrada de una selva. Saltó un corzo de un matorral, surgió un gamo en un claro, salió un tejón de una madriguera, un pavo real desplegó la cola sobre el césped; y cuando los hubo exterminado a todos, surgieron otros corzos, otros gamos, otros tejones, otros pavos reales, y mirlos, arrendajos, turones, zorros, erizos, linces, infinidad de animales, a cada paso más numerosos. Daban vueltas en torno a él, temblorosos, con una mirada llena de dulzura y de súplica. Pero Julián no se cansaba de matar, ora tendiendo el arco, ora desenvainando la espada o hiriendo con el cuchillo, y no pensaba en nada, no se acordaba de nada. Estaba cazando en un país cualquiera, desde un tiempo indeterminado, por el sólo hecho de su propia existencia, realizándose todo con la facilidad que se experimenta en los sueños. Le detuvo un espectáculo extraordinario. Un valle en forma de circo estaba lleno de ciervos; y amontonados unos junto a otros, se calentaban con sus hálitos, que se veían humear en la niebla. Durante unos minutos, la perspectiva de carnicería tal le enloqueció de placer. En seguida se apeó del caballo, se remangó y se puso a tirar.
Al silbido de la primera flecha, todos los ciervos a la vez volvieron la cabeza. Se hicieron huecos en su masa; se oyeron bramidos lastimeros y un gran movimiento agitó el rebaño.
El resalto del valle era demasiado alto para franquearlo. Los ciervos se abalanzaban al cercado, tratando de escapar. Julián apuntaba, disparaba, y las flechas caían como los rayos de una lluvia de tormenta. Los ciervos, enfurecidos, se peleaban, enloquecían, se montaban unos sobre otros; y sus cuerpos, con las cornamentas trabadas unas con otras, formaban un gran montículo, que se derrumbaba al desplazarse. Por fin murieron, echados sobre la arena, la baba en los belfos, las entrañas al aire y la curva de los vientres hundiéndose poco a poco. Hasta que todo quedó inmóvil. Anochecía; detrás de los bosques, entre árbol y árbol, el cielo estaba rojo como un charco de sangre.
Julián se apoyó en un árbol. Contemplaba pasmado la enormidad de la matanza, sin saber cómo
había podido hacerla. Al otro lado del valle, en la linde deI bosque, divisó un ciervo, una cierva y su cervatillo. El ciervo, que era negro y de un tamaño monstruoso, tenía una cornamenta de dieciséis puntas y una barba blanca. La cierva, rubia como las hojas muertas, estaba paciendo la hierba, y el cervatillo, moteado, andaba agarrado a la ubre sin interrumpir a la madre en su marcha.
Zumbó una vez más el venablo. Cayó primero el cervatillo, y la madre, mirando al cielo, bramó
con voz profunda, desgarradora, humana. Julián, exasperado, la derribó de un flechazo en pleno
pecho.
El enorme ciervo lo vio y dio un gran salto. Julián le disparó su última flecha. Se le clavó en la frente y se le quedó plantada en ella. El enorme ciervo no parecía sentirla; saltando por encima de los muertos, seguía avanzando, iba a embestirle, a destrozarle; y Julián retrocedía con indecible espanto. El prodigioso animal se detuvo; y con los ojos llameantes, solemne como un patriarca y como un justiciero, mientras, muy lejos, sonaba una campana, repitió tres veces: -¡Maldito, maldito, maldito! ¡Un día, corazón feroz asesinarás a tu padre y a tu madre! Dóbló las rodillas, cerró muy despacio los párpados y murió. Julián se quedó estupefacto, luego abrumado por un cansancio súbito; y le invadió un gran hastió, una inmensa tristeza. Apretándose la frente con las manos, lloró mucho tiempo. El caballo se había perdido, los perros le habían abandonado; la soledad que le rodeaba le pareció llena de peligros imprecisos. Y, movido por un arrebato de terror, echó a correr a través del campo, tomó al azar un sendero y, casi inmediatamente, se encontró a la puerta del castillo.
Aquella noche no durmió. Bajo la luz oscilante de la lámpara colgada del techo, veía siempre
el enorme ciervo negro. Su predicción le obsesionaba, se debatía contra ella. « No, no, no, no
puedo matarlos », y en seguida pensaba: « Si quisiera, ¿ por qué no ?...», y tenía miedo de que
el diablo le inspirase el deseo de hacerlo.
La madre, angustiada, pasó tres meses rezando a la cabecera del hijo, y el padre, gimiendo,
andaba y andaba sin parar por los corredores. Mandó a buscar a los ensalsamadores más famosos, los cuales recetaron muchas drogas. La causa del mal de Julián, decían, era un viento funesto o un deseo de amor. Pero el mancebo negaba con la cabeza.
Recuperó las fuerzas, y le paseaban por el patio, sosteniéndole, cada uno por un brazo, el viejo fraile y el buen caballero.
Ya restablecido, se obstinó en no cazar.
Su padre, en su afán de alegrarlo, le regaló una gran espada sarracena.
Estaba en lo alto de un pilar, en una panoplia. Para cogerla, hubo necesidad de una escalera de mano. Julián subió. La espada, demasiado pesada, se le escapó de las manos, y al caer rozó al caballero tan cerca que le cortó la hopalanda; Julián creyó que había matado a su padre y se desmayó.
Desde entonces cogió miedo a las armas. Ver un acero desnudo le hacía palidecer. Esta flaqueza
era una desolación para su familia. El viejo fraile, en nombre de Dios, del honor y de los antepasados, acabó por ordenarle que reanudara sus ejercicios de caballero.
Los escuderos se entretenían todos los días en el manejo de la jabalina. Julián lo dominó en
seguida. Metía la suya en el gollete de las botellas, rompía los dientes de las veletas, daba a
cien pasos en los clavos de las puertas. Una tarde de verano, a la hora en que la bruma impide distinguir las cosas, estando Julián en el emparrado de la huerta, divisó al fondo dos alas blancas que revoloteaban a la altura del espaldar. No dudó que era una cigüeña, y lanzó su venablo.
Se oyó un grito desgarrador.
Era su madre, cuyo gorro de largas cintas estaba clavado contra la pared.
Julián huyó del castillo y no volvió a aparecer.
II
Se enroló en una partida de aventureros que iban de paso.
Conoció el hambre, la sed, las calenturas y los piojos. Se acostumbró al estruendo de las
refriegas, a la cara de los moribundos. El viento le tostó la piel. El contacto de las
armaduras le endureció los miembros; y como era muy fuerte, valiente, mesurado, discreto, no
tardaron en encomendarle el mando de una mesnada.
Al entrar en batalla, arrastraba a sus soldados con un gran movimiento de su espada. Por la
noche, escalaba por una cuerda de nudos los muros de las ciudadelas, balanceado por el huracán,
mientras las pavesas del fuego griego se pegaban a su coraza y chorreaban de las almenas la
resina hirviendo y el plomo fundido. Más de una vez le partió el escudo una pedrada. Bajo él se
hundieron puentes demasiado cargados de hombres Haciendo molinetes con sus armas, se
desembarazó de catorce jinetes. Desafió, en campo cerrado, a todos los que se prestaron. Más de
veinte veces le dieron por muerto.
Gracias al favor divino, se salvó siempre; pues amparaba a la gente de igIesia, a los huérfanos, a las viudas y principalmente a los ancianos. Cuando veía ante él a un mercader, le gritaba para verle la cara, como si temiera matarle por equivocación Esclavos fugitivos, villanos insurrectos, bastardos sin fortuna, toda clase de intrépidos afluyeron bajo su bandera, y se formó un ejército.
Este ejército fue creciendo. Se hizo famoso. Era muy solicitado. Sucesivamente, acudía en ayuda del delfín de Francia y del rey de Inglaterra, de los templarios de Jerusalén, del surena de los partos, del negus de Abisinia, del emperador de Calcuta.
Combatió a escandinavos cubiertos de escamas de pescad.o, a negros provistos de rodelas de
cuero de hipopótamo y a indios color de oro montados en asnos rojos y blandiendo por encima de
sus diademas unos largos sables resplandecientes como espejos. Venció a los trogloditas y a los
antropófagos. Atravesó regiones tan tórridas que, bajo el fuego del sol, las cabelleras se
encendían por sí mismas, como antorchas; y otras que eran tan glaciales que los brazos se
desprendían de los cuerpos y caían al suelo; y países en los que había tanta niebla que la
gente andaba por ellos como fantasmas.
Repúblicas en conflicto le consultaron. En entrevistas con embajadores obtenía ventajas
inesperadas. Si un monarca se conducía muy mal, Julián llegaba de pronto y le amonestaba.
Liberó pueblos. Libertó a reinas encerradas en torres. El y no otro fue quien mató a la sierpe
de Milán y al dragón de Oberbirbach.
El emperador de Occitania, vencedor de los musulmanes españoles, había tomado como barragana a
la hija del califa de Córdoba y de ella le quedó una niña, a la que educó cristianamente. Pero el califa, fingiendo que quería convertirse fue hasta el emperador acompañado de numerosa escolta, mató a toda la guarnición y le encerró en lo más profundo de un calabozo, donde le trataba con extremada dureza para sacarle tesoros. Julián acudió a socorrerle, destruyó el ejército de los infieles, puso sitio a la ciudad, mató al califa, le cortó la Cabeza y la lanzó como una piedra por encima de la muralla. Después sacó al emperador de su prisión y le restauró en su trono, en presencia de toda la corte. En premio a tan gran servicio, el emperador le ofreció canastas llenas de dinero; Julián lo rehusó. Creyendo que quería más, le brindó las tres cuartas partes de sus riquezas; las rechazó también; después le propuso compartir su reino; Julián tampoco lo aceptó; el emperador lloraba de impotencia, sin saber cómo testimoniar su gratitud, cuando, de pronto, se dio un golpe en la
frente y dijo algo al oído a un cortesano; se alzaron las cortinas de una tapicería y apareció
una doncella.
Sus grandes ojos negros brillaban como dos lámparas muy tenues. Una sonrisa encantadora le
entreabría los labios. Los bucles de su cabellera se enredaban en las piedras preciosas de su
túnica entreabierta, y bajo la transparencia de las gasas se adivinaba la lozanía de su cuerpo.
Era bonita y entradita en carnes, pero grácil de talle.
Julián se quedó deslumbrado de amor, un amor en su plena fuerza, porque Julián había llevado
hasta entonces una vida muy casta. Y recibió en matrimonio a la hija del emperador, con un castillo que había heredado de su madre; terminadas las bodas, se despidieron, con infinitas cortesías por ambas partes. Era un palacio de mármol blanco, en la cima de un promontorio, rodeado de un bosque de naranjos. Terraplenes de flores descendían hasta la ribera de un golfo, donde crujían bajo los pies las conchas.
Detrás del castillo se extendía una fronda en forma de abanico. El cielo estaba siempre azul y los árboles se inclinaban alternativamente bajo la brisa del mar y bajo el viento de las montañas que cerraban a lo lejos el horizonte. Las incrustaciones de los muros iluminaban la penumbra de los aposentos. Columnillas delgadas como cañas sostenían las cúpulas, decoradas de relieves que imitaban las estalactitas de las grutas.
Había surtidores en las salas, mosaicos en los patios, tabiques festoneados, mil refinamientos de arquitectura, y en todas las estancias reinaba tal silencio que se oía el roce de una echarpe o el aura de un suspiro. Julián ya no guerreaba. Descansaba rodeado de un pueblo tranquilo; y cada día desfilaba ante él una multitud, con genuflexiones y besamanos a la oriental.
Vestido de púrpura, permanecía apoyado de codos en el alféizar de una ventana, recordando sus
cacerías de antaño; y le hubiera gustado correr por el desierto persiguiendo gacelas y avestruces, esconderse entre los bambúes al acecho de los leopardos, atravesar selvas llenas de rinocerontes, llegar a la cumbre de los más inaccesibles montes para apuntar mejor a las águilas, y combatir en los témpanos del mar a los osos blancos. A veces, en un sueño, se veía como nuestro padre Adán en medio del paraíso, entre todos los animales; extendiendo el brazo, los derribaba; o bien desfilaban de dos en dos, por orden de tamaños, desde los elefantes y los leones hasta los armiños y los patos, como el día que entraron en el arca de Noé. En la sombra de una caverna, disparaba sobre ellos sus infalibles venablos; llegaban otros; aquello no terminaba; y se despertaba, y los ojos se le salían, feroces, de las órbitas. Príncipes amigos le invitaban a cazar. Se negó siempre, creyendo que con esta especie de penitencia apartaría su desgracia; pues le parecía que de la matanza de los animales dependía la suerte de sus padres. Pero sufría de no verlos, y este otro deseo iba siendo insoportable. Su esposa, para divertirle, mandó a buscar juglares y danzarinas.
Paseaba con él por el campo en litera abierta; otras veces, inclinados sobre la borda de una chalupa, miraban los peces vagabundeando en el agua, clara como el cielo. A menudo le tiraba flores a la cara; echada a sus pies, sacaba melodías de una mandolina de tres cuerdas; después,
posándole en el hombro las dos manos unidas, decíale con voz tímida:
«¿Qué tienes, amado señor mío?»
Julián no contestaba, o rompía a sollozar; por fin, un día, le confesó su horrible pensamiento.
La esposa le rebatió con muy buenas razones: probablemente, sus padres habían muerto ya, y si
alguna vez volviera a verlos, ¿por qué azar, con qué fin, podía llegar él a tal abominación?
Luego su temor era infundado, y debía volver a cazar.
Julián sonreía escuchándola, mas no se decidía a satisfacer su deseo.
Una noche del mes de agosto estaban en su habitación; la esposa acababa de acostarse y Juliánse
disponía a arrodillarse para la oración, cuando oyó un gañido de un zorro y en seguida unos
pasos ligeros bajo la ventana; y entrevió en la sombra como apariencias de animales. La
tentación era demasiado fuerte; descolgó la aljaba.
La esposa se sorprendió.
-¡Es por obedecerte! -dijo. Al amanecer estaré de vuelta.
Sin embargo, la esposa temía una aventura funesta.
Julián la tranquilizó y en seguida salió, extrañado de la inconsecuencia de su humor.
Al poco tiempo llegó un paje a anunciar que dos desconocidos, en vista de la ausencia del
señor, pretendían ver inmediatamente a la señora.
Y al cabo de un momento entraron en la estancia un anciano y una anciana, encorvados,
polvorientos, vestidos de ordinario lienzo y apoyándose en sendos cayados.
Declararon, muy enardecidos, que traían a Julián noticias de sus padres.
La señora se inclinó para escucharlos.
Pero, después de cruzar entre ellos una mirada de connivencia, preguntaron a la señora si
Julián amaba todavía a sus padres, si hablaba de ellos.
-¡Oh, sí! -les contestó.
Entonces, los ancianos exclamaron:
-¡Pues bien, somos nosotros! -y se sentaron, porque estaban muy cansados y muertos de fatiga.
La señora no tenía ninguna seguridad de que su esposo fuera hijo de aquellos dos ancianos.
Se lo demostraron describiendo ciertas señales La señora saltó de la cama, llamó al paje y les sirvieron de comer. Aunque tenían mucha hambre, no podían comer nada; y la señora observaba de lejos cómo les temblaban las sarmentosas manos
al coger los cubiletes.
Le hicieron preguntas sobre Julián. Contestó a todas, pero se cuidó muy bien de decirles la
fúnebre idea que les concernía.
Como no volvía, partieron de su castillo, y llevaban varios años caminando, siguiendo vagas
indicaciones, sin perder la esperanza. Habían gastado tanto dinero en peajes de ríos y en
posadas, en derechos de príncipes y en exigencias de ladrones, que se quedaron con la bolsa
vacía y ahora mendigaban.
¿Qué importaba, si en seguida iban a abrazar a su hijo? Ponderaban su suerte, pues que había
encontrado esposa tan gentil. Y no se cansaban de contemplarla y de besarla. La suntuosidad del aposento les causó gran asombro; y el anciano, contemplando los muros, preguntó por qué figuraba en ellos el blasón del emperador de Occitania. La señora explicó:
-¡Es mi padre!
El anciano se estremeció, recordando la profecía del bohemio; y la anciana pensaba en las palabras del ermitaño. Seguramente la gloria de su hijo no era más que la aurora de los esplendores eternos; y los dos permanecían boquiabiertos, bajo la luz del candelabro que
alumbraba la mesa.
Debían de haber sido muy hermosos de jóvenes.
La madre conservaba todavía toda la cabellera, cuyas sedosas crenchas, blancas como la nieve,
le llegaban hasta más abajo de las mejillas; y el padre, con su alta estatura y su luenga
barba, parecía una estatua de iglesia.
La esposa de Julián los indujo a no esperarle. Ella misma los acostó en su propio lecho; luego
cerró la ventana. Se durmieron. Apuntaba el alba, y, detrás del cristal, empezaban a cantar los
pajarillos.
Julián había atravesado el parque y caminaba por el bosque con paso nervioso, gozando de la
blandura del césped y de la suavidad del aire.
Se proyectaba sobre el musgo la sombra de los árboles. De vez en cuando la luna ponía unas
manchas blancas en el suelo desnudo, y Julián, creyendo ver un charco de agua, se paraba, o
bien la superficie de Ias charcas quietas se confundía con el color de la hierba. Reinaba un
gran silencio; y Julián no descubría ninguno de Ios animales que, pocos minutos antes, erraban
en torno a su castillo.
El bosque iba siendo cada vez más espeso, más profunda la oscuridad. Pasaban bocanadas de aire
cálido, impregnadas de olores enervantes.
Julian se hundía en los montones de hojas muertas, y se apoyó contra un roble para tomar
aliento.
De pronto saltó detrás de él una masa más negra, un Jabalí.
A Julián no le dio tiempo para empuñar el arco, y esto le acongojo como una desgracia.
Después, ya fuera del bosque, vio un lobo que corría a lo largo de un seto.
Julián le disparó una flecha. El lobo se paró volvió la cabeza para mirarle y reanudó su
carrera Trotaba guardando siempre la misma distancia, se paraba de vez en cuando, y, en cuanto
le apuntaba, echaba a correr de nuevo.
Julián recorrió de esta manera una llanada interminable, después montículos de arena, hasta
que se encontró en un altozano que dominaba un gran espacio de la comarca. Lozas dispersas
entre panteones en ruinas. Tropezaba con los huesos de los muertos; algunas cruces carcomidas,
inclinadas con lamentable traza. Pero en la sombra indecisa de las tumbas, movieron se unas
formas; y surgieron unas hienas, sorprendidas, vacilantes. Tamborileando las garras contra las
losas, acercáronse a Julián y le olisqueaban, con un bostezo que enseñaba las encías.
Desenvainó el sable. Las hienas se alejaron a la vez en todas direcciones, y continuando su
galope cojitranco y precipitado, perdiéronse a lo lejos bajo una nube de polvo.
Transcurrida una hora, encontró en un barranco un toro furioso; cuernos en ristre y escarba o
en Ia arena Con la pezuna. Julián le asestó un lanzazo debajo de la papada. La lanza se partió
como si el animal fuera de bronce; Julián cerró los ojos, esperando Ia muerte. Cuando Ios
abrió, el toro había desaparecido.
Entonces, de vergüenza, se le derrumbó el alma. Un poder superior destruía su fuerza; y retrocedió al bosque para volver a casa.
Los bejucos le estorbaban el paso; los estaba cortando con el sable, cuando una garduña se le
metió de repente entre las piernas, le saltó por encima del hombro una pantera, una serpiente
reptó en espiral por el tronco de un fresno.
En las ramas del fresno había una corneja monstruosa que miraba a Julián; y acá y allá surgían
entre el follaje grandes fulgores, como si llovieran sobre el bosque todas las estrellas del
firmamento. Eran ojos de animales, de gatos monteses, de ardillas, de búhos, de loros, de
monos.
Julián les disparó sus flechas, y las flechas, con sus plumas, se posaban en las hojas como
mariposas blancas. Les tiró piedras, y las piedras, sin tocar nada, volvían al suelo. Se
maldijo, hubiera querido darse de puñetazos, vociferó imprecaciones, le ahogaba la ira.
Y todos los animales que él había perseguido reaparecieron, le rodearon en estrecho círculo,
sentados unos sobre la grupa, otros de pie, en toda su estatura. El en el centro, helado de
terror, incapaz del menor movimiento. Con un supremo esfuerzo de voluntad, avanzó un paso. Los
que estaban en los árboles abrieron las alas, los que pisaban el suelo echaban a andar; y todos
le acompañaban.
Las hienas caminaban detrás de él, el toro, a su derecha, meneaba la cabeza, y, a su izquierda,
la serpiente reptaba entre las matas, mientras la pantera, enarcando el lomo, avanzaba con paso
tácitoy a grandes zancadas. Julián avanzaba lo más despacio posible, para no irritarlos; y veía
salir de las profundidades de los matorrales puerco espines, zorros, víboras, chacales y osos.
Julián echó a correr, el cortejo de animales corrió a su vez. El jabalí le rozaba los talones
con sus colmillos, el lobo las palmas de las manos con su hocico. Los monos le pellizcaban
haciendo muecas, la garduña se le enrollaba sobre los pies. Un oso le tiró con la pata el
sombrero; y la pantera, desdeñosamente, dejó caer una flecha que llevaba en la boca.
Trascendía un algo irónico en sus actitudes burlonas. Mientras le observaban con el rabillo del
ojo, parecían meditar un plan de venganza; y, ensordecido por el zumbar de los insectos,
golpeado por coletazos de pájaros, sofocado por cálidos alientos, caminaba con los brazos hacia
adelante y los ojos cerrados como un ciego, sin tener ni siquiera la fuerza de gritar:
«¡Misericordia! «.
Vibró en el aire el canto de un gallo. Le contestaron otros; amanecía; y Julián reconoció, por
encimade los naranjos, el caballete de su palacio.
Después, en la orilla de un campo vio, de tres en tres pasos, perdices rojas que revoloteaban
entre las cañas. Se desabrochó la capa y la echó sobre ellas como una red. Cuando la levantó,
encontró sólo una perdiz, y muerta desde hacía mucho tiempo, ya putrefacta. Esta decepción le exasperó más que ninguna otra. Volvió a dominarle el ansia de matar; no había animales y habría querido matar hombres. Subió los tres terraplenes, hundió la puerta de un puñetazo; mas al pie de la escalera el recuerdo de su amada esposa le ablandó el corazón. Seguramente estaba durmiendo, y él iba a sorprenderla.
Se quitó las sandalias, giró despacio la cerradura y entró. Las vidrieras emplomadas oscurecían la leve claridad del alba. A Julián se le enredaron los
pies en unas vestiduras tiradas en el suelo; un poco más lejos, tropezó con un aparador lleno
aún de vajilla. «Seguramente habrá comido», pensó; y avanzaba hacia el lecho, perdido en la
tiniebla al fondo del aposento. Cuando llegó a tocarlo se inclinó para besar a su esposa sobre
la almohada, donde descansaban las dos cabezas, muy cerca una de otra. Sintió contra la boca la
impresión de una barba.
Retrocedió, creyendo enloquecer; mas volvió junto al lecho, y sus dedos palparon una cabellera
muy larga. Para convencerse de su error, pasó despacio la mano sobre la almohada. ¡Esta vez
era, bien seguro, una barba y un hombre! ¡Un hombre durmiendo con su mujer!
Presa de desmesurada furia, se arrojó sobre ellos a puñaladas; y pateaba, echaba espuma por la
boca, con aullidos de fiera. Luego se quedó quieto. Los muertos, heridos en el corazón, no
habían hecho el menor movimiento. Julián escuchaba atentamente los dos estertores casi iguales,
y a medida que se iban amortiguando, otro, muylejos, los proseguía. Insegura al principio,
aquella voz plañidera, largamente emitida, se iba acercando, iba creciendo, hasta llegar a ser
cruel; y Julián reconoció, aterrado, el bramido del gran ciervo negro.
Y, mirando hacia atrás, creyó ver en el hueco de la puerta el fantasma de su mujer, con una luz
en la mano. Venía atraída por el estrépito del exterminio. Abarcando el escenario de una ojeada, comprendió lo ocurrido y, huyendo horrorizada, dejó caer la antorcha. Julián la levantó.
Allí, ante él, yacían sus padres, tendidos sobre la espalda, con un agujero en el pecho; y sus rostros, de una dulzura majestuosa, parecían guardar un secreto eterno. En su pálida piel, en
las sábanas del lecho, en el suelo, a lo largo del cuerpo de un cristo de marfil colgado a la
cabecera, salpicaduras y charcos de sangre. El reflejo escarlata de la vidriera, en la que daba
ya el sol, clareaba aquellas manchas rojas y proyectaba muchas más en todo el aposento. Julián
se dirigió hacia los dos muertos diciéndose, queriendo creer que aquello no era posible, que se
había equivocado, que a veces hay parecido inexplicables. Se inclinó ligeramente para ver de
muy cerca al anciano, y entre sus ojos mal cerrados percibió una pupila extinta que le quemo
como si fuera fuego. Pasó al otro lado de la cama, adonde estaba el otro cuerpo, cuya cabellera blanca tapaba una parte del rostro. Julián le levantó con la mano las crenchas, le alzó la cabeza. Y la miraba, sosteniéndola con el extremo de su brazo doblado, mientras, antorcha en la otra mano,
se alumbraba con ella. El colchón goteaba despacio sobre el suelo.
Al anochecer se presentó ante su esposa; y, con una voz diferente de la suya, comenzó por ordenarle que no le replicara, que no se le acercara, que dejara de mirarle, Y que tenía que
cumplir, so pena de condenarse, todas sus órdenes, irrevocables.
Los funerales se harían siguiendo las instrucciones que él había dejado escritas en un
reclinatorio de la estancia de los muertos. Le dejaba su palacio, sus vasallos, todos sus
bienes, sin quedarse siquiera la vestidura de su cuerpo ni sus sandalias, que encontrarían en
lo alto de la escalera.
Ella había obedecido a la voluntad de Dios dando ocasión a su crimen, y debía rogar por su
alma, porque desde entonces el ya no existía.
Los muertos fueron enterrados con magnificencia en la iglesia de un monasterio a tres jornadas
del castillo. Lejos de todos los demás, sin que nadie se atreviese a hablarle, seguía el
cortejo un monje con la cogulla echada.
Pasó toda la misa tendido boca abajo en medio del atrio, con los brazos en cruz y la frente en
el polvo.
Después de la inhumación, le vieron tomar el camino que conducía a las montañas. Miró atrás
variasveces y acabó por desaparecer.
III
Se fue por el mundo mendigando el sustento.
Tendía la mano a los que cabalgaban por los caminos, con genuflexiones que se acercaban a las
de los segadores, o bien se plantaba, inmóvil, ante los portillones de los patios; y era tan triste su cara que nunca le negaban la limosna.
Como acto de humildad. contaba su historia; y entonces le huían, haciendo la señal de la cruz. En los pueblos por los que ya había pasado, cerraban las puertas en cuanto le reconocían,le gritaban amenazas, le tiraban piedras. Los más caritativos posaban una escudilla en el borde de la ventana y echaban el tejadillo para no verle. Arrojado de todas partes, evitó a los hombres; y se alimentó de raíces, de plantas, de frutos perdidos y de mariscos que buscaba por las playas.
A veces, en la ladera de un alcor, veía bajo sus ojos una confusión de tejados muy juntos, unas
torres, unas calles negras que se entrecruzaban, y subía hasta él un zumbido continuo.
La necesidad de sumarse a la vida de los demás le hacía bajar a la ciudad. Más la pinta bestial
de las caras, el ruido de los oficios, la indiferencia de las palabras le helaban el corazón.
Los días de fiesta, cuando, desde el alba, el bordón de las catedrales ponía en algazara a todo
el pueblo, miraba a los habitantes saliendo de sus casas, y después aI baile en las plazuelas,
y las fuentes de cerveza en las esquinas, y las colgaduras de damasco en los palacios de los
príncipes, y, llegada la noche, por las cristaleras de la planta baja, las largas mesas de
familia, en torno a las cuales los abuelos tenían a los niños sobre las rodillas; le ahogaba la
congoja, y se volvía a los campos.
Contemplaba con arrebatos de amor a los potros en las praderas, a los pájaros en los nidos, a
los insectos posados en las flores; y al acercarse él, todos corrían más lejos, se escondían
asustados, echaban a volar.
Buscó las soledades. Pero el viento le traía al oído como estertores de agonía; las lágrimas
del rocío cayendo al suelo le recordaban otras gotas más pesadas. Todos los atardeceres, el sol
derramaba sangre en las nubes; y todas las noches se repetía, en sueños, su parricidio.
Se hizo un cilicio con puntas de hierro; subió de rodillas todas las colinas que tenían en la
cima un santuario. Pero el implacable pensamiento oscurecía el esplendor de los tabernáculos,
le torturaba a través de las maceraciones de la penitencia.
No se rebelaba contra Dios, que le había infligido aquella acción, y sin embargo se desesperaba
por haberla cometido.
Su propia persona le inspiraba horror tal que, con ia esperanza de liberarse de ella, se
aventuraba en mil peligros. Salvó de incendios a los paralíticos, de precipicios a los niños.
El abismo Ie rechazaba, las llamas le respetaban.
El tiempo no lenificó su tortura, era cada vez más intolerable. Decidió morir.
Y un día en que se encontraba al borde de un hontanar, se inclinó sobre el agua para calcular
su profundidad y vio frente a él a un anciano esquelético, blanca la barba y tan lamentable el
aspecto, que le fue imposible contener el llanto. El otro también lloraba. Julián, sin
reconocer su propia imagen, recordaba confusamente un rostro parecido a aquél. Lanzó un grito;
aquel hombre era su padre; y ya no pensó en matarse.
Llevando de esta suerte el peso de su recuerdo, recorrió muchos países. Y llegó junto a un río
peligroso de atravesar porque era muy violenta su corriente y porque había en sus orillas gran
extensión de limo. Hacía mucho tiempo que nadie se atrevía a pasarlo.
Más atrás, una vieja barca erguía su popa entre las cañas. Julián la inspeccionó y descubrió en
ella un par de remos; se le ocurrió la idea de dedicar su vida al servicio del prójimo.
Comenzó por abrir en la orilla una especie de calzada que permitía bajar hasta el cauce; y se
rompía las uñas removiendo unas piedras enormes, las apoyaba en el vientre para trasladarlas,
resbalaba en el limo, se hundía en él, varias veces estuvo a punto de sucumbir.
Después reparó la barca con despojos de navíos, y se hizo una choza con barro y troncos de
árboles.
Conocido el paso, fueron acudiendo los viajeros. Le llamaban de la orilla opuesta agitando
banderas; Julián se apresuraba a saltar a la barca. Era muy pesada, y la sobrecargaban con toda
clase de equipajes y de fardos, sin contar las bestias de carga, que coceando de miedo
dificultaban más la travesía.
No pedía nada por su trabajo; a veces le daban restos de vituallas que sacaban del morral o
prendas de vestir muy usadas que ellos ya no querían. Algunos bárbaros vomitaban blasfemias.
Julián los amonestaba con dulzura y ellos le replicaban con insultos. El se contentaba con
bendecirlos.
Una mesita, un escabel, un camastro de hojas secas y tres copas de barro: tal era todo su
ajuar. A guisa de ventanas, dos huecos abiertos en la pared. Por un lado, se extendían hasta
perderse de vista unas llanuras yermas en las que se destacaban de vez en cuando algunos
pálidos charcos; y a sus pies corrían las aguas verdosas del gran río. En primavera, la tierra
húmeda exhalaba un olor a podrido. Después un viento huracanado levantaba torbellinos de polvo.
Un polvo que entraba en todas partes, que lo enfangaba todo, que crujía entre las encías. Un
poco más tarde eran las nubes de mosquitos, cuyo agudo zumbido y cuyas picaduras no daban
tregua de noche ni de día. Al poco tiempo sobrevenían unas heladas terribles que daban a las
cosas la rigidez de la piedra y despertaban una necesidad de comer carne.
Pasaban meses sin que Julián viera un alma viviente. A menudo cerraba los ojos, tratando de
rememorar su juventud. Y aparecía eI patio de un castillo, con unos lebreles en una escalinata
y, bajo un dosel de pámpanos, un adolescente de cabello rubio entre un anciano vestido de
pieles y una dama con un gran capirote; de pronto surgían los dos cadáveres. Se tumbaba boca
abajo en su camastro, y repetía entre sollozos:
« ¡Ah, pobre padre, pobre madre, pobre madre! »
Y caía en un sopor en el que persistían las lúgubres visiones.
Una noche, dormido, creyó oír que alguien le llamaba. Aguzó el oído y no oyó más que el retumbo
del río.Pero la misma voz repitió: «¡Julián!» Parecía venir de la otra orilla, lo que le
pareció extraordinario, por lo ancho que era eI río.Llamaron por tercera vez: «¡Julián!»
Y aquella voz tan alta tenía son de campana de iglesia.
Encendió el farol y salió de la choza. Un furioso huracán reinaba en la noche. Acá y allá, la
blanca espuma de la rompiente alborotada desgarraba la profunda tiniebla.
Después de un minuto de vacilación, Julián soltó la amarra. Y de pronto quedó tranquila el
agua, deslizóse la barca sobre ella y arribó a la otra orilla, donde esperaba un hombre.
Estaba envuelto en harapos, el rostro como una máscara de yeso y los dos ojos más rojos que dos
brasas. Julián acercó a él el farol y vio que estaba todo cubierto de una horrible lepra; sin
embargo, había en su porte como una majestad de rey.
En cuanto el hombre aquel entró en la barca, hundióse ésta prodigiosamente, vencida por su
peso; volvió a ascender por una sacudida, y Julián se puso a remar.
A cada golpe de remo, la resaca del oleaje la levantaba de proa. A uno y otro lado de la borda,
corría, más negra que la tinta, el agua. Ahondaba abismos, levantaba montañas, y la chalupa
saltaba sobre ellas, volvía a descender a las profundidades, y en las profundidades daba
vueltas, bamboleada por el viento.
Julián arqueaba el cuerpo, abría los brazos y, afianzándose sobre los pies, se echaba hacia
atrás con una torsión de la cintura, para acrecer su fuerza. El granizo le golpeaba las manos,
la lluvia le corría por la espalda, la violencia del aire le cortaba el aliento. Se detuvo.
Entonces la barca fue arrastrada a la deriva. Mas, comprendiendo que se trataba de algo
trascendental, de una orden a la que no podía dejar de obedecer, volvió a coger los remos; y el
crujir de los cálamos cortaba el clamor de la tempestad.
Alumbraba, delante, el pequeño farol. De vez en cuando lo tapaba el revolotear de unos
pájaros. Mas Julián seguía viendo los ojos del leproso, que se sostenía de pie en la popa,
inmóvil como una columna.
Y esto duró algún tiempo, ¡mucho tiempo!
Llegados a la choza, Julián cerró la puerta y le vio sentado en el escabel. La especie de
sudario que le cubría había caído hasta las caderas; y los hombros, el pecho, los escuálidos
brazos desaparecían bajo unas costras de pústulas escamosas. Arrugas profundísimas le surcaban
la frente. Igual que un esqueleto, tenía un agujero en el lugar de la nariz; y sus labios,
azulencos, emitían un aliento espeso como una niebla y nauseabundo.
-¡Tengo hambre! -dijo.
Julián le dio lo que tenía: un trozo de tocino seco y unas cortezas de pan negro.
Cuando lo hubo devorado, la mesa, la escudilla y el mango del cuchillo tenían las mismas
manchas que se veían en el cuerpo deI leproso.
Luego dijo:
-¡Tengo sed!
Julián fue a buscar su jarro; y al cogerlo salió de él un aroma que le henchía el corazón y las
ventanas de la nariz. Era vino. ¡Qué hallazgo! Pero el leproso alargó el brazo y, de un trago,
vació el jarro.
Julián, con la candela, encendió un montón de helechos en mitad de la choza.
El leproso se acerco a calentarse; y, en cuclillas, temblaba todo él, iba desfalleciendo; no le
brillaban ya los ojos, le supuraban las úlceras, y, con voz casi inaudible, murmuró:
-¡Tu cama!
Julián le ayudó suavemente a llegar hasta ella, y hasta extendió sobre él, para abrigarle, la
vela de su barca.
El leproso gemía. Por las comisuras de la boca se le veían los dientes, un estertor acelerado
le agitaba el pecho, y a cada respiración se le hundía el vientre hasta las vértebras.
Después cerró los párpados.
-¡Tengo los huesos como de hielo ¡Ven a mi lado!
Y Julián, apartando la lona, se acostó a su lado sobre las hojas secas.
El leproso volvió la cabeza.
-¡Desnúdate para que yo reciba el calor de tu cuerpo!
Julián se quitó sus vestiduras; después, desnudo como vino al mundo, volvió a acostarse; sentía
contra el muslo la piel del leproso, más fría que una serpiente y áspera como una lima.
Procuraba animarle; y el leproso respondía jadeante:
-¡Ah, voy a morir!... ¡Acércate más, caliéntame!
¡Con las manos no, con todo tu cuerpo!
Julián se tendió sobre él enteramente, boca con boca, pecho con pecho.
Entonces el leproso le abrazó; y sus ojos relucieron de pronto con una claridad de estrellas;
se le alargaron los cabellos como rayos de sol; el hálito de su boca era dulce como aroma de
rosas; una nube de incienso se elevó del hogar, y las olas cantaban. Un raudal de delicias, una
alegría sobrehumana descendía como una inundación al alma de Julián extasiado; y aquel que con
los brazos le estrechaba iba creciendo, tocando con la cabeza y con los pies las dos paredes de
la cabaña. Voló el techo, se extendía el firmamento; y Julián ascendió hacia los espacios
azules, cara a cara con Nuestro Señor Jesucristo, que le llevaba al cielo.
Y ésta es la historia de San Julián el Hospitalario, aproximadamente tal como se ve en una
vidriera de iglesia de mi tierra.
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